Cae la tarde sobre las montañas de la sierra del Caurel, en la provincia de Lugo, Galicia. El viento agita con fuerza las hojas de los árboles, el agua de un riachuelo discurre con suavidad, naturaleza viva, testigo de los dramas de unos hombres que gritan a lo lejos: ¡Albaaaa! Llega la noche y, armada con linternas, una partida de hombres busca, entre la oscuridad de una noche sin luna (u oculta quizá entre las espesas nubes que, se adivina, cubren el cielo), a aquella que responde a ese nombre. Alguien grita de nuevo: ¡Albaaaa! Nadie contesta.
Así comienza el primer trabajo largo de la directora gallega Diana Toucedo que este martes presentará ante el público valenciano en la sala Luis García Berlanga de La Filmoteca. Una obra que transita varios mundos, o quizá se sitúa entre ellos, el de los vivos y el de los muertos, el del documental y el trabajo de ficción. En una pequeña aldea, la vida trascurre entre las tareas domésticas, el trabajo, las preocupaciones cotidianas: los niños van a la escuela, la abuela despluma un pollo mientras prepara un caldero que cuelga de un gancho del techo del cobertizo de la vivienda, los hombres salen de caza, las mujeres se reúnen a la entrada de la casa y comentan cuánto han cambiado las cosas, las costumbres. No es fácil describir en pocas palabras aquello que pueda parecerse al argumento de esta película. Trinta lumeses el retrato de un mundo que, si no se cuida, puede desaparecer, es el inventario de sus ritos y tradiciones, pero, sobre todo, es una puerta entre esos dos mundos, este y el otro, el del más allá, entre el pasado, el presente y el futuro, entre los que aún están y los que ya se han ido o, mejor, entre aquellos que, aunque no les vemos, aún permanecen entre nosotros. Y alrededor, la imponente presencia de unas montañas que lo vigilan todo, guardianes de esta pequeña comunidad rural. No hay otra manera de describirlo.
¡Albaaaa!, gritan, de nuevo, desesperados. Y todo empieza… O acaba, según se mire.
“Era un dos de noviembre, por la noche”, cuenta una voz en off.
La primera pregunta viene por el título de tu película, Trinta Lumes. ¿A qué hace referencia?
Sí, la verdad es que es un título por el que la gente me suele preguntar porque no tiene una traducción literal u obvia que puedas relacionar directamente con la película. Y es porque la traducción literal en gallego del término “lume” es “fuego”, pero en esa zona donde he estado rodando, en el Caurel, lo usan mucho para designar aquellas casas que todavía siguen abiertas, en activo, con vida y con fuego interior. Me parecía un término muy bonito y muy apropiado para trabajar con él en la película porque solo hay treinta niños en esa zona. Esos niños podían representar esas casas o esos espíritus con fuego interior que hacen que esa zona resista el paso del tiempo.
Trinta Lumesnos habla de la relación entre la vida y la muerte. Se dice que en nuestras sociedades contemporáneas esta relación está un poco apartada de nuestras vidas. No sé si tu película buscaba jugar un papel en ese terreno.
Sí, absolutamente. Para mí era muy importante hablar de cómo nos construimos un mundo perceptivo, sensorial, pero también de creencias, ideológico y, en estos momentos, muy racional, donde hay ciertas cosas que no tienen cabida. En este caso, era un poco toda esa creencia o lucha, más o menos simbólica o metafórica, que siempre existe entre la vida y la muerte, y cómo podemos pensar ese terreno de umbral, qué acontece en el paso de un estadio al otro. Una de las cosas que quise abordar era esa relación que yo había tenido por ser de Galicia, por todas las tradiciones que he vivido, por herencias y creencias familiares donde la muerte no se concibe como un fin, sino como una transformación, transfiguración o transmutación a otra cosa; ese otro estado donde las cosas no terminan, no desaparecen, sino que se transforman. Con estos ingredientes quería proponerle al espectador un viaje por sus propias percepciones, por el cuestionamiento de las mismas y cómo él o ella puede entender el mundo que le rodea y, sobre todo, esa vida y ese paso a la muerte, sin tener ninguna certeza de cómo es.
El otro elemento que me interesaba y que entiendo que está en la película es la relación entre lo mágico y lo real. En nuestras culturas nos hemos separado radicalmente de esa posibilidad de ver el mundo desde una perspectiva mágica.
Sí, totalmente. Y para mí, en ese aspecto, Galicia conserva muchísimas tradiciones, relatos y rituales que están todavía en sintonía o unión con ese universo más mágico y fascinante que también puede ser el mundo de la imaginación, de lo espiritual, de lo esotérico, incluso. Y cómo todo eso está cada vez menos presente en nuestras vidas absolutamente tecnificadas, tecnologizadas, donde parece que todo lo que existe es aquello que tocas y ves, cuando, curiosamente, estamos en una era digital donde podemos estar conviviendo con más fantasmas que nunca.
En este sentido, es muy curiosa la mezcla que propone tu película entre el mundo del catolicismo y otras prácticas de orden más primitivo o pagano, cómo conviven ambas tradiciones hasta el punto, me da la sensación, de mezclarse.
Sí, es algo que yo observo mucho. Todo lo que es el cristianismo ha hundido sus raíces en lo más íntimo del individuo. Muchos de nuestros rituales diarios y creencias y universos perceptivos y de comprensión del mundo tienen que ver con eso que se nos inculca o esa verdad que se nos transmite desde el cristianismo. Pero una de las cosas que me interesaba de este territorio en el que estuve rodando es que, de una forma muy visible y palpable, todavía había elementos muy paganos, muy vinculados con la tierra, con la naturaleza, con todo aquello que nos impone unos ciclos y unos ritmos vitales. Antiguamente, pobladores más primigenios u originales podían tener una relación más directa con todas esas fuerzas y elementos de la naturaleza como elementos mágicos con los que convivir y a los que ritualizar para que pudieran traernos bienes o cosas buenas. Eso todavía está vigente en esta zona. Me parecía muy bonito poder retratarlo como acto de resistencia, el hecho de que, si se conserva en la película, puede conservarse también en algún espacio para que no desaparezcan.
A propósito de esto que dices (y te hago este comentario con precaución porque no sé si es algo que yo he querido ver), parece que la película pone la atención en la presencia de los cuatro elementos, aquello del fuego, la tierra, el agua y el viento como esencia o materia de lo vivo. ¿Qué significa esto para ti y en la película?
No, no, ¡genial que lo hayas visto! Pero, de nuevo, está por lo que te acabo de decir. Si resumimos nuestra relación con el mundo, podemos hacerlo en esos cuatro elementos originarios. Me gusta mucho pensar que ahí hay un modo de relación y de comprensión del mundo bastante especial o único en el que un viento y una lluvia nos puede llegar a hablar, nos puede llegar a transmitir una emoción, nos puede hacer entrar en un universo más interior o más reflexivo, o exterior y contemplativo. No ser inmunes o no ser pasivos ante esos elementos naturales también era una de las cuestiones que quería mostrar de una forma muy clara a través de la película.
La película, como has comentado, brinda un homenaje a un mundo que, si no está a punto de desaparecer, se sostiene de manera muy frágil, a pesar de que se proyecte en las nuevas generaciones. ¿De dónde viene esa necesidad por reivindicarlo?
Bueno, cuando empecé la película llevaba bastante tiempo viviendo en Barcelona. Había venido a estudiar cine en la ESCAC y, tras bastantes años, quise volver a cuestionarme ciertas cosas de identidad, de tradición, de herencias, quién era yo a partir de todo aquello que me había configurado desde la infancia. Esto rondaba bastante en mi cabeza y cuando quise iniciar la película encontré el Caurel como un lugar donde todavía había en activo mucho de mis memorias, muchas de las historias orales que yo había escuchado de mis abuelos, una latencia como de un mundo pasado, pero que, al mismo tiempo, convive con un presente y con un futuro. Por otro lado, estaba el manejo del tiempo y del paso del tiempo, y cómo erosiona y transforma las cosas. Todo eso contenía los ingredientes perfectos para realizar una película. Para mí fue un punto de partida muy importante. Es como yo creo en el poder del cine: partir de lo personal, de lo individual, de todo aquello que nace desde un lugar más profundo de ti, pero con lo que puedes conectar y hacer historias mucho más universales.
Una cosa que me interesa cuando converso con directores como tú, que tienes una carrera como montadora, es que en tu película hay una relación importante entre el tiempo de la narración y el tiempo de la mirada y de los hechos que se cuentan. ¿Es algo que concretaste posteriormente al rodaje o era algo que estaba en el origen y que fuiste elaborando?
Sí, como montadora la cuestión del tiempo es algo que me obsesiona de forma constante en cualquier proyecto en el que trabajo. A veces, cuando no conoces mucho la profesión o te imaginas cómo hacer una película puedes imaginar que todo aquello que grabamos está ahí. Pero crear una película y, sobre todo, trabajar con una cuestión de originalidad al nivel de “originar” un tiempo propio dentro de una película, nos es nada obvio. Y para mí eso es una obsesión constante. Cuando llegué al Caurel, una de las cosas de las que también me empapé rápidamente era de esa otra percepción que ellos tienen de un tiempo que puede ocurrir en paralelo, por eso toda esa creencia de universos pasados, incluso de espíritus pasados que pueden estar presentes en ciertos espacios. Esa concepción de un tiempo que ocurre en paralelo me parecía muy cinematográfica. Por otra parte, también pasamos mucho tiempo con la directora de fotografía, Lara Vilanova, observando la transformación del paisaje, de las personas y cómo ellos se relacionaban temporalmente con todo. Eso nos hizo empezar a imaginar un tiempo propio para la película que bebe mucho de ellos y de ese tiempo reposado donde la vida parece vivirse en cada segundo. Queríamos que esto estuviera presente y, al mismo tiempo, queríamos esa posibilidad de tiempos paralelos, de ahí la desaparición de Alba, la circularidad de la película. Eso siempre estuvo desde el inicio.
Tu película se desarrolla en un campo intermedio entre el documental y la ficción. No sé si sin ambos a la vez (risas)
(risas) Sí, podría ser. Ahora mucha gente pone esta etiqueta de híbrido, de ese lugar entre medio. A mí personalmente me gusta mucho moverme en ese terreno porque son espacios muy creativos, muy estimulantes. A veces no siento una diferencia tan grande entre esas dos etiquetas y, en este caso, para mí era mucho más importante trascenderlas para contar una historia. Y esa historia que fuese construida de la forma más auténtica posible para transmitir eso que quería transmitir al espectador. Lo que hay de documental o de ficción cada uno lo podrá detectar, sentir o no, o especular acerca de ello. Pero bueno, ese espacio entre medio me gusta mucho explorarlo.
Aparte de lo mágico, otro elemento que aparece en la película es la separación entre hombres y mujeres. El hogar, por un lado, la caza por el otro. ¿Por qué te interesaba abordarlo?
Ese es otro elemento que me gusta, cómo pensar en los espacios vinculados a los personajes que los habitan y les dan su carácter y casi su alma. Y yo ahí sentía mucho el espacio del hogar como un espacio muy femenino. Quería hacer especial énfasis porque esas mujeres que están en esos espacios más íntimos o más interiores de los hogares son menos visibles a lo cinematográfico o a lo audiovisual, entre otras cosas, porque son seres o entes pasivos y, desde la acción o aquello como más trepidante que siempre se busca en una película, a veces no son tan sugerentes. De una forma muy clara e intencionada, yo quería poner el acento ahí, ver desde ese lugar, desde ese universo y esa mirada más femenina donde todo se articula desde otro punto de vista.
Uno de los elementos fundamentales de la película se encuentra en esa conexión entre lo real y lo irreal que aporta la voz en off. Quería preguntarte cómo surgió este elemento conductor, si estuvo desde la génesis del proyecto o fue algo que apareció como una necesidad posterior. Yo entiendo que tu película no responde a un guion previo…
No, no, no. De hecho, es una película muy hecha en montaje. Hemos estado montando como un año y algo; no trabajando constantemente, pero sí como a periodos. Igual que el rodaje. Estuvimos casi un año yendo en diferentes momentos para recoger diferentes estaciones. Toda esa temporalidad nos hacía tener una idea clara de la película, pero también queríamos grabar mucho material para acumular o disponer de una cantidad de metraje que luego nos pudiera abrir muchísimas puertas y muchísimas opciones. En un primer momento, empezamos a montar la película desde un lugar mucho más documental y, poco a poco, fuimos descubriendo que todo aquello de lo que yo quería hablar necesitaba otro tipo de elementos y recursos, incluso recursos que eran de ficción. Y eso fue lo que nos fuimos planteando. La voz en off de la película fue casi el último elemento. De hecho, fue una de las últimas cosas que incorporamos y eso nos hizo cambiar bastante toda la estructura. Pero la vimos muy clara. Es de esas cosas que, cuando la introduces, es como la guinda del pastel, aquello que da sentido completo y polariza y organiza, de repente, todo. Con la personalización de Alba de esta historia sentíamos que la película ganaba más fuerza y nos lanzamos.
¿Cómo te planteaste el trabajo con los niños? Si ya es complicado trabajar con niños en una película, ¿a qué se sujetaban para realizar la interpretación? Al no haber una acción anclada a un argumento, ¿cómo los dirigiste?
En mi caso fue maravilloso porque el casting que hice de los chicos fue muy inmediato, muy instantáneo. Yo descubría a Alba casi el primer día que llegué al colegio donde la conocí y, rápidamente, tuvimos mucha conexión. Con ella fue facilísimo trabajar porque ella casi me imponía sus propios ritmos e intereses. Era un trabajo muy documental porque, dándole un par de indicaciones, ella hacía. Yo sólo que seguirla con la cámara por detrás. Fue muy bonito, aunque también para llegar ahí fue super-importante crear relaciones y vínculos fuertes con estas personas. Antes de rodar, yo estuve yendo como dos años a esta comunidad, intentando ser parte de ella. Al final, creo que esa confianza que ellos tenían conmigo, sobre todo los niños, les permitía hacer lo que ellos hacen habitualmente y que la presencia de la cámara y el dispositivo de la película no les cortasen para poder ser quienes son.
Una de las cosas más arriesgadas y que en la película sale bien es cuando juegas con elementos fantásticos. Y me estoy refiriendo a esas luces misteriosas que aparecen al principio de la película y que quizá nos remiten a espíritus. Quería preguntarte qué representan o cómo surgió esta idea.
Sí, todo el tema de “efectos especiales” fue algo que teníamos claro desde el inicio de la película, aunque sabíamos que era un riesgo enorme, que no es nada habitual en un proyecto que, a priori, se presenta como un documental. Pero también era de esas cosas que yo siento, y es que, cuando estamos montando, somos muy precavidos para que todo se entienda, que todo esté como en un universo muy canónico y académico. Yo, incluso, no sé muy bien qué significan estas etiquetas. Entonces, quise arriesgarme y mezclar estos elementos para que sea el espectador el que los acepte o los rechace con total libertad. Esta era una de esas cosas que yo tenía claras: que habría gente a la que la podía sacar de la película y gente a la que podía hacer entender la película de una forma mayor. Al final, es lo que hablábamos antes, se trata de cómo transmitir aquello que tú deseas como autor. Yo prefiero utilizar todos aquellos elementos que puedan hacer comunicable mi historia que no quedarme en un universo más críptico.
Y ya para acabar, ahora que la película ya ha tenido su recorrido, cuéntanos, ¿cuál ha sido la reacción del público?
La verdad es que ha habido bastantes, pero, en general, todo el mundo que se queda en la sala cuando hacemos los coloquios está muy conectado con la película. Todo el mundo siente que la película no le deja indiferente, que tiene un viaje personal que a cada uno le dice sus cosas, porque a cada uno le despierta mucho interiormente. Y para mí eso es lo más gratificante: que, de repente, una mujer mayor me diga que ha vuelto a su infancia o que un chico adolescente me diga que ha conectado muchísimo con todo este universo más mágico, que es así como entiende el mundo y que, sin embargo, en su día a día esto no lo encuentra. Este abanico de reacciones me ha sorprendido y, al mismo tiempo, me ha encantado porque ahí es cuando ves que llegas o que tocas a las personas que ven la película.
No sé si debo atreverme a preguntarte qué pasa al final con Alba. ¿O prefieres dejarlo como un misterio irresoluble? (risas).
(risas) Claro, es el misterio total. Yo suelo decir que Alba también nos está lanzando esa última pregunta, que es la misma con la que partimos: cómo percibimos el mundo, cómo puede ella hablarle a Samuel [otro de los niños que aparecen en la película] desde un lugar que desconocemos y le dice que está ahí, que si la escucha. Para mí eso es la clave de la película porque representa cómo me gustaría que el espectador se relacionase con ella: desde ese lugar en el que no sabes bien dónde has estado, aunque, por un momento, igual has visitado esas montañas, has conocido a estas gentes y te las llevas para siempre dentro de ti. Lo voy a dejar ahí, que no sabemos dónde está Alba. (risas) GERARDO LEÓN