Nos concede una entrevista Brenda Chávez, licenciada en Derecho y Periodismo que comenzó su andadura profesional en la revista Vanidad, primero como redactora y luego como redactora jefe. Ocupó también este último cargo en la revista Vogue y ha sido subdirectora de Cosmopolitan. Ha colaborado en medios como El País, XL Semanal, Cuatro, Mujer Hoy, Yo Dona, Elle, Neo2 y Calle 20, entre otros. En la actualidad trabaja en proyectos de cultura y sostenibilidad al tiempo que desarrolla una incansable labor periodística y acaba de publicar Al borde de un ataque de compras. 73 claves para un consumo consciente (Debate). GINÉS J. VERA
Dado que el consumo también afecta a la salud, incluso de manera silenciosa, coméntenos la macabra relación entre la producción y el consumo de plásticos. Y la de este con la aparición de microplásticos en la pesca para el consumo humano. ¿Nos estamos envenenando a nosotros mismos lentamente?
Pero no solo con el plástico, con muchos productos. En el libro se recoge. Tomamos un montón de pesticidas y herbicidas con la frutas y verduras convencionales, antibióticos y hormonas con la carne, derivados del petróleo en los productos de belleza, hogar o moda… En el libro se va contando de forma sencilla como nuestra salud y la del planeta están intrínsecamente unidas, cuidarlo a él, es cuidar la salud de todos.
También se habla en su libro de que somos una sociedad donde el miedo resulta un estímulo habitual, inoculado. Nos venden el miedo y ansiamos la sensación de seguridad, de control, que compramos en forma de partidos políticos, cosméticos, ropa, tecnología, etc. ¿Esto es así? ¿Hay solución?
Suele ser así, generar miedo e inseguridad es un recurso habitual para movilizar nuestras compras o nuestro voto. Estando informados, consumiendo con criterio y siendo escépticos nos mantenemos más a salvo de esas manipulaciones. El libro está hecho precisamente para eso, para empoderarnos como consumidores y no dejarnos influir así.
Titula a uno de los capítulos ¡Cocina! Suena a imperativo, pero creo que es más una llamada a la racionalidad. A frenar el despropósito en el que hemos entrado a la hora de alimentarnos. Ejemplo: una cadena valenciana de supermercados ha incorporando en sus establecimientos una sección de comida lista para llevar y consumir. ¿Es a eso a lo que tendemos, a no cocinar, a alimentarnos acaso de un solo producto manufacturado en masa como el soylent en la futurista novela ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! de Harry Harrison?
Cocinar es la forma más fácil de saber qué estamos comiendo y es un acto fundamental para cuidar de nuestra salud y de nuestra vida. La industria cuida de sus beneficios, no de nuestra salud, tengámoslo claro. Además, si cocinamos y compramos productos frescos, nuestro presupuesto no se desbarajusta si optamos por consumirlos ecológicos o agroecológicos. Además, cocinar nos reconecta con las estaciones, con los alimentos de temporada, nos reúne entorno a la mesa, permite conocer nuestras culturas agrogastronómicas, y puede ser un acto transformador de nuestra salud y de nuestro planeta si somos conscientes de ello.
Háblenos de la relación entre riqueza y felicidad desde la óptica del consumismo inconsciente, ese que busca a veces suplir insatisfacciones o sublimar problemas sicológicos de autorrealización. Comprar compulsivamente como terapia sicológica en lugar de afrontar nuestros miedos, fobias o conflictos personales.
Las primeras claves del libro abordan lógicas de mercado que nos inducen al consumismo, que tenemos muchas veces incorporadas sin saberlo, y que abogan por un paradigma del “tener” y de la “apariencia”, más que el de “ser” y que invitar a consumir acríticamente, emocionalmente e irracionalmente, algo que no le viene bien ni a nuestro bolsillo, ni al planeta, ni a la salud de ambos. Además, existen estudios muy famosos, como la paradoja de Esterling que se publicó ya en 1974, que vino a confirmar que el dinero influye en la felicidad hasta cierto nivel de renta, más allá, no sé producen incrementos significativos, entre otros que voy comentando en el libro.
También hay lugar en Al borde de un ataque de compras para tratar el tema de los costes ocultos. Háblenos de ellos, de eso que no se refleja en el precio final de venta de los productos que adquirimos.
En general no solemos reparar en sus costes ocultos de nuestros productos, en lo que sufren quienes lo han manufacturado. Por ejemplo, en la moda rápida fabricada en Camboya o Bangladesh se pueden pagar entre treinta y sesenta euros mensuales por doce y catorce horas diarias, cuando para vivir dignamente por esas latitudes se requieren de unos 250 o 280 euros al mes. Tampoco nos percatamos del coste oculto para el medio ambiente de los países donde se producen nuestros artículos, muchas veces sujetos a leyes más laxas.
Tampoco del coste fiscal que subyace a los mismos, porque las grandes empresas y transnacionales, que a menudo ofertan esos bajísimos precios, poseen estrategias para pagar los mínimos impuestos posibles allí donde operan, o deciden operar donde tributan lo menos posible, quedando escasos beneficios redistribuibles entre esas poblaciones (por la vía tributaria o laboral), puesto que la mayoría acaban concentrados en una élite económica e industrial.
Si todos los costes sociales y medioambientales de las supuestas gangas se añadieran a su precio final, convertirían a esas tentaciones en los artículos y servicios más caros, porque los responsables y/o ecológicos, al carecer de esos impactos nocivos, o al reducirlos, serían los más asequibles. Pero como muchas compañías hoy no se responsabilizan de ellos, e incluso les compensa si les multan por malas praxis, por los suculentos beneficios que han obtenido. Y como la mayoría de estos abusos ocurren lejos de nuestra visión, pensamos que no nos afectan o que no existen, cuando al final realmente los pagamos todos, porque los salarios precarios, allende los mares, acaban por rebajar nuestros sueldos en Occidente al competir en el mismo mercado laboral global.
Porque las fiscalidades injustas nos depauperan a todos, da igual la parte del mundo que habitemos. Y porque la salud, así como el bienestar del planeta, está intrínsecamente unidos al nuestro, por lo que cuando se contaminan las aguas, el suelo, el aire o a los empleados de cualquier región, tarde o temprano, influirá en lo que respiramos, donde nos bañamos, en las especies (vegetales, animales, etc.) que ingerimos y emponzoñarán de tóxicos los bienes de consumo que tan alegre, e inocentemente, adquirimos ajenos a todo esto. Llamémoslo karma, o globalización, pero lo barato nos acaba saliendo caro a la mayoría.