Título original: The assistant · Kitty Green · USA · 2019 · Guión: Kitty Green · Intérpretes: Matthew Macfadyen, Julia Garner, Dagmara Dominczyk…
Título original: The Trouble with Being Born · Sandra Wollner · Austria · 2019 · Guión: Sandra Wollner, Roderick Warich · Intérpretes: Jana McKinnon, Ingrid Burkhard, Dominik Warta…
Título original: Sennen Joyû · Satoshi Kon · Japón · 2001 · Guión: Satoshi Kon, Sadayuki Murai · Animación.
Como todo el mundo sabe, en el relato oficial contemporáneo sobre las relaciones en el entorno laboral, ha desaparecido por completo aquel viejo esquema que dividía a la sociedad en razón de su “clase”. Desechado, por caduco, dicen los que nos informan de estas cosas, el viejo estereotipo del trabajador industrial como molde del empleado moderno, la vieja división entre jefes y subordinados parece que ha quedado desdibujada hasta un punto en el que apenas se habla de ello. En esta sociedad líquida en la que vivimos, nada es ya lo que parece. Pero, a pesar de los esfuerzos por apuntalar en nuestras mentes democráticas esta impresión, la tozuda experiencia cotidiana nos dice otra cosa muy distinta.
En The assistant, Jane es una joven graduada universitaria que, como cada día, acude a su puesto de trabajo. Se levanta temprano. Sale de su casa antes del amanecer y se sube a un coche de la empresa que la llevará a la oficina. Llega siempre la primera. Todavía a oscuras, enciende las luces, pone en marcha su ordenador, prepara el programa de trabajo de la semana y, luego, limpia el despacho de su jefe. Y aunque esta última tarea resulta algo humillante, hasta aquí todo marcha relativamente bien. Es otro día más. Lunes, para ser concretos. Al cabo de un rato, llegan sus compañeros de departamento. Es entonces cuando empieza su verdadero calvario.
Para llamar la atención del espectador, la estrategia de promoción del debut en el largometraje de la directora australiana Kitty Green se presenta como la primera película en abordar, si bien de manera indirecta, los escabrosos casos de abusos sexuales que despertaron el movimiento #MeToo en los Estados Unidos. Y algunas similitudes tiene. Jane trabaja en una productora de cine. Todos los días ve pasar por delante de su mesa a algunas de esas chicas de rostros perfectos y cuerpos esculturales que sueñan con convertirse en grandes actrices de la pantalla. Pero estas citas a puerta cerrada en el despacho de su jefe o en la habitación de un hotel, organizadas por ella misma, encierran para Jane un comportamiento sospechoso. Y lo que todavía es peor: allí, en la oficina, todos parecen conocer los términos en los que se desarrolla esta especie de pacto. Un complejo entramado de silencios cómplices permite al jefe (al que, curiosamente, nunca vemos), mantener encuentros con las aspirantes en un sórdido y mezquino intercambio de favores por sexo.
Pero si la propuesta que nos ofrece The assistant se quedara aquí, apenas sería una mera película de denuncia en torno a los muchos demonios que parece que ensombrecen el proceloso mundo de la industria del cine norteamericano. El problema (o, mejor dicho, la virtud) de esta película es que las situaciones que plantea apuntan un poco más allá, hasta acabar por describir el cuadro de un patrón que bien podríamos encontrar en casi cualquier otro contexto de trabajo. Tomando como guía el desarrollo de una única jornada laboral, lo más interesante de esta producción lo encontramos en el juego de relaciones que se revelan en este pequeño microcosmos. Al poco tiempo de metraje, comprendemos que Jane solo lleva unos meses trabajando en la empresa. En la oficina, comparte espacio con otros dos compañeros, designados para las mismas funciones, pero con más experiencia y antigüedad que ella. Esa diferencia marca la distancia entre ellos y establece el punto de partida de este relato.
Porque, si dejamos de lado el sector específico en el que está empleada su protagonista, si hay algo de lo que trata realmente la cinta de Kitty Green es de las reglas de sometimiento a las que estamos sujetos en el actual mundo laboral. Jane percibe y se hace consciente de cuál es el problema (entre otras cosas porque sufre las desagradables consecuencias de ello). Frente a esto, su propia conciencia la impele a tomar cartas en el asunto e, incluso, tratar de denunciarlo. Sin embargo, un sutil aparato de interdependencias aplastará toda buena intención y deseo de justicia. En este intrincado juego de acatamiento y subordinación, el miedo juega un papel central. Miedo a ser señalado por la cúpula como un individuo problemático o incompetente, miedo a perder el trabajo, miedo a la competencia que ejercen tus propios compañeros y aspirantes a ocupar tu puesto, miedo, en definitiva, a quedarse fuera de la rueda de la supuesta prosperidad económica que mantiene al sistema. Jane aspira a convertirse, algún día, en productora de cine. Pronto descubrirá que, para llegar a lo alto (si es que esto es posible), tendrá que acatar las reglas.
Pero si prestamos un poco más de atención, descubrimos que el armazón dramático de Green aún se extiende hacia un nivel todavía más profundo. Apoyada en un sólido libreto, del cual también es autora, la directora canadiense nos va dejando pequeñas pistas diseminadas a lo largo de la película de aquello que quiere contar. Así, conoceremos las relaciones de Jane con sus padres, a los que, sabemos, visita muy poco. Tras dejar la universidad, Jane se trasladó a Nueva York. Atrás quedaron la protección del hogar familiar y los gloriosos días de estudios, donde el futuro todavía era un terreno abonado para la fantasía y la ilusiones. Y aquí es donde el film de Green nos arrolla con más contundencia. Puesta la vista, según la edad del espectador, en ese pasado común o en el futuro, uno se pregunta por el sentido de un capitalismo que, actualizado en sus formas, sustituida la fábrica por la oficina (pronto, el teletrabajo) sigue tomando a los individuos como meras piezas del mismo proceso de mecanización y alienación. ¿Para qué sirve todo esto?, nos preguntamos. Aplastados contra el inmóvil muro de la realidad, cae la venda y se revela el espejismo. ¿Formará Jane parte del juego?
De espejismos e ilusiones trata también el segundo trabajo largo de la directora austriaca Sandra Wollner, Del inconveniente de haber nacido. Aquí, conoceremos a Elli, una niña que vive con su padre en una casa con piscina en algún lugar alejado de la ciudad. Elli mantiene con su padre una relación muy íntima. Sin embargo, algunos sucesos desvelarán en ella extraños comportamientos. Poco a poco, se nos revelará la verdad. Elli no es una niña como cualquier otra: es un androide.
En un primer plano, la cinta de Wollner nos previene contra nuestra futura relación con la inteligencia artificial. En un mundo afectado por la soledad a la que parece que, lentamente, nos avocan la ausencia de relaciones humanas, cabe la tentación de construirlas, de fabricar un simulacro que las sustituya. La relación entre Elli y su padre parece idílica. Sin embargo, para conservarla, el padre debe llenar el disco duro de Elli de recuerdos que sostengan la memoria compartida entre ambos. Sin esa memoria, no hay relación humana. Memoria sobre la que se soporta la intimidad y el afecto. Pero Wollner viene para decirnos que ese cuadro de recuerdos compartidos no se puede construir tan fácilmente.
Del inconveniente de haber nacido nos remite al mismo conflicto del que trataba Her, la celebrada película de Spike Jonze. En esta, el personaje interpretado por Joaquin Phoenix adquiría un sistema operativo que realizaba las mismas labores de compañía, en este caso en la forma de una pareja electrónica que se reduce a una simple voz. Con esta excusa, Jonze, como Wollner, nos hablaba del conflicto del vacío de las relaciones personales en la sociedad contemporánea. El problema era que esa personalidad virtual pronto iba a trascender sus funciones originales para superar el mismo hecho de ser un “humano”, convirtiéndose en una especie de memoria o experiencia expansiva, que traería como consecuencia la aparición de una nueva conciencia superior que abarcaría, en un solo ser, todas las experiencias posibles. Wollner no llega tan lejos, pero viene a decirnos algo muy parecido. En la confrontación entre humanos y seres artificiales, descubrimos que éstos pueden desarrollar una personalidad propia que entre en conflicto con su programación, lo que producirá ciertos problemas emocionales y, sobre todo, de identidad.
Al contrario que en la cinta de Jonze, Sandra Wollner no se pone del lado humano, sino del androide. A medida que avanza la película, vamos descubriendo los problemas que tiene Elli para lidiar con esa memoria que le han instalado. De hecho, es la voz de Elli la que nos habla en primera persona. Si en Blade Runner, la cinta de Ridley Scott, los androides luchaban contra la brevedad de la vida, Elli lucha contra ella misma. Sin hacerlo de forma consciente, Elli se pregunta, ¿quién soy? Para responder a este interrogante, recurre a su archivo de recuerdos implantados. Estos, en cambio, se encuentran dispersos, inconexos. En un momento de la cinta, Elli se escapa de la casa donde vive con su padre. En su huida, se encuentra con un hombre que la reconoce. El nuevo propietario reprogramará la memoria de Elli. Sin embargo, como sucede con los ordenadores, el borrado no es completo y parte de los recuerdos instalados previamente permanecen, mezclándose entre sí.
Dicho esto, el mayor inconveniente que encontramos en esta película se haya en el hecho de que Sandra Wollner ha querido trasladar esa misma impresión de caos y desorden que reside en la mente de Ellis a su propia arquitectura formal. Sobre esta base, existen unos sucesos que se conectan entre sí de acuerdo con una cierta linealidad dramática y que se centran en la relación con su “padre” y, después, con su segundo propietario. Pero, en el fondo, poco más sabemos sobre él/ella. Conducida por los recuerdos y las reflexiones del propio androide, el relato se convierte, a partir de un momento, en una deslavazada sucesión de acontecimientos, cosidos, sin un aparente orden, a la representación de los recuerdos implantados, lo que hace arduo su desarrollo para un espectador que puede llegar a sentirse algo desorientado, de tal forma que, al final, no sepa si lo que está viendo sucedió en el pasado o aún está por ocurrir, si es un recuerdo real o un implante. Este desorden nos hace el trayecto hasta los créditos finales demasiado farragoso y si bien Wollner nos despeja el camino hacia cualquier interpretación posible sobre su película, ofreciendo una pieza radicalmente abierta, por otra parter, podemos sentir que no tenemos un punto de apoyo sólido al que aferrarnos. Del inconveniente de haber nacido se va convirtiendo, así, en un trabajo en el que el argumento va perdiendo peso sobre la impresión sensorial. No importa tanto la trama o como concluya esta, como las sensaciones que causan la sucesión de imágenes. El problema es que, llegado un punto, la propuesta se queda en un ejercicio algo reiterativo, provocando en el espectador una sensación de fatiga, perdido en un laberinto de imágenes sin un significado demasiado conciso, más estético que descriptivo o simbólico.
Es más que evidente que, con el tiempo, la animación japonesa se ha convertido en un fuerte competidor en nuestro país. En un mercado saturado por las distintas ramificaciones del imperio Disney, el género del anime se ha hecho un hueco entre ciertos sectores de la juventud, provocando un auténtico fenómeno fan. Y hay que decir que, para quien suscribe esta crónica, es realmente extraño que este fenómeno no haya llegado ya a un público más amplio. Aunque la industria del anime japonés también tiene subproductos de consumo rápido y fácil deglución, incluso en este caso se muestra mucho más imaginativa y diversa que la animación occidental, demasiado sujeta a ciertos patrones y muy enfocada hacia el cine infantil. Un hecho al que solo se puede responder bien por razones culturales, bien por exigencias del dominio en la distribución de las grandes productoras norteamericanas, o de ambas cosas al mismo tiempo.
Entre esos nombres conocidos por el aficionado al género se encuentra el de Satoshi Kon, propietario de una breve, pero interesante filmografía de la que este mes las salas comerciales y las plataformas de video bajo demanda han recuperado su segundo largometraje, Millenium Actress. Tras la demolición de los estudios Ginei, antigua meca del cine japonés desde los años 30 del S.XX, Genya Tachibana, un realizador de documentales, visita la casa de Chiyoko Fujiwara, una de las antiguas estrellas de los estudios para hacerle una entrevista con motivo del acontecimiento. Durante el encuentro, Genya le hace entrega a Chiyoko de un objeto especial: una llave. La visión de esta llave disparará una serie de recuerdos que la remontan hasta su juventud, cuando tuvo lugar un encuentro casual con un activista político que huye de la policía y del que Chiyoko va a enamorarse.
Millenium Actress empieza, así, a desplegarse en varias direcciones, ya sea como un melodrama romántico, una película histórica y, cabalgando sobre estas dos guías, una seria reflexión en torno, de nuevo, a la construcción de nuestra identidad en base a nuestros recuerdos. Para Chiyoko, el encuentro con el hombre que le hizo entrega de la llave dejará en ella una huella muy profunda. No sabe su nombre, ni siquiera le ha visto el rostro (o, al menos, no se nos muestra). A pesar de eso, Chiyoko consagrará toda su vida a buscarlo. En el recuerdo, una imagen: la del hombre pintando un cuadro ante un paisaje nevado.
Ya en su anterior largometraje, Perfect blue, Satoshi Kon tomaba la vida de una chica que quiere convertirse en actriz como motivo del argumento. En este punto, llama poderosamente la atención con qué desparpajo el cine de Kon toma motivos del mundo contemporáneo para sus narraciones. De esta forma, no es extraño recurrir a elementos que habitualmente quedan fuera de la ficción de animación, como es el mundo de la televisión, en el caso de su primera película, o el del cine en este segundo trabajo largo. Frente al dominio de la imaginería de corte fantástico que impera en el género, Kon recurre sin complejos a motivos de nuestro tiempo como fondo de sus ficciones. En Millenium Actress, sin embargo, daba un paso más allá y, usando como excusa la larga vida de Chiyoko, una anciana al comienzo de la historia, Kon hace un somero, pero muy interesante repaso a la historia de su país. Apoyándose en la representación en flash-back de las películas en las que participó la joven Chiyoko, el realizador japonés nos obliga a transitar desde la era de los antiguos imperios, pasando por el S.XX y, más allá, hasta ese futuro en el que los hombres habrán abandonado la Tierra en su conquista del espacio. Este pretexto le sirve a Kon y a su equipo de ilustradores para hacer un ejercicio visual y estético de primer nivel en un frenesí de imágenes que, más allá del argumento, acaba por subyugarnos.
Pero este juego se quedaría en un mero ejercicio de virtuosismo si no fuera acompañado de algo más. También en Perfect blue, la excusa argumental servía al realizador para atrapar al espectador en una espiral de delirio en la que, por momentos, no distinguíamos la realidad del sueño, la fantasía de lo realmente sucedido. Basándose en los remordimientos del personaje protagonista por haber aceptado ciertas condiciones denigrantes para convertirse en actriz, Kon superponía sus distintas personalidades para construir un inteligente thriller en el que la trama se desarrolla tanto en el plano de lo real como en el de lo imaginario. Aquí hace algo parecido. En su vejez, Chiyoko no distingue el recuerdo de lo vivido con los papeles que interpretó en sus películas, confundiendo hechos en un esfuerzo por desentrañar la verdad. En este sentido, conviene destacar el truco de incluir al propio realizador del documental en las ensoñaciones de Chiyoko. Una intrusión que, si bien en principio sirve como mero soporte enunciativo para entender lo que está pasando, poco a poco irá cobrando más relevancia.
Como en Del inconveniente de haber nacido, Kon nos pone en la mente de sus personajes y nos sumerge en ese caos de recuerdos e imágenes filmadas, confundiendo unas con otras para ocultar esa verdad que su protagonista debe desvelar. ¿Es el amor una ensoñación? ¿Podemos vivir una vida dependiendo de un sueño? Pero si en la cinta de la directora austriaca todo acaba adobado en un brebaje confuso, Kon trata con mayor respeto a su espectador al que, al final, superado el aparente desorden, le traza una línea muy clara y precisa. Allí donde Sandra Wollner se oculta, Satoshi Kon se expone con todas las consecuencias. La obra de un maestro. GERARDO LEÓN