QUÉ DECIR… SIN AMOR & CALL ME BY YOUR NAME

Título original: Nelyubov · Andrey Zvyagintsev · Rusia · 2017 · Guión: Andrey Zvyagintsev y Oleg Negin · Intérpretes: Maraya Spivak, Aleksey Rozin, Matvey Novikov…

Título original: Call me by your name · Luca Guadagnino · Rusia · 2017 · Guión: James Ivory · Intérpretes: Timothée Chalamet, Armie Hammer, Michael Stuhlbarg…

Hay en la última producción del director ruso Andrey Zvyagintsev, Sin amor, una escena que viene a concretar, de manera sutil, pero contundente, las intenciones que parecen haberle animado a abordar este proyecto. Sucede en un restaurante de lujo. Mientras dos de los protagonistas de este relato disfrutan de una cena íntima, en otra mesa, un grupo de mujeres están igualmente de celebración. Cuando la cámara se acerca a la mesa de ese grupo de amigas, éstas se levantan de sus sillas y se agrupan para hacerse un selfie, mientras se animan unas a otras brindando con sus copas en nombre del amor. Pero, ¿a qué amor se refieren? ¿Existe el amor, realmente?, nos preguntamos al presenciar esta escena.

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Sin amor cuenta la historia de Zhenia y Boris, una pareja que se encuentra en medio de un truculento proceso de divorcio. De la antigua pasión que pudo existir entre ellos alguna vez, ya no queda nada, y lo único que todavía parecen tener en común es el piso en el que viven y que están tratando de vender. Zhenia y Boris sienten el uno por el otro un auténtico y radical desprecio. Pero, aunque no parecen ser conscientes, aparte de la vivienda, a ambos aún les une algo más: su hijo Aliosha, un niño de doce años que asiste a todo esto con verdadera angustia. Pero quizá lo que más hiere la joven alma de Aliosha es comprender que, para sus padres, no es más que otro objeto, un estorbo del que ambos quieren desprenderse, una molestia, un escollo que entorpece su futuro. Ignorado por sus dos progenitores, un día Aliosha desaparece. Empieza así una búsqueda que expondrá sin miramientos las miserias de este mundo sin amor.

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Lo primero que llama la atención es que Andrey Zvyagintsev ha construido en su último trabajo un relato límpido y sin fisuras. Lo que hay es lo que se ve, y no hay necesidad de hacer rebuscadas interpretaciones ni buscar significados ocultos para entender lo que quiere contarnos. Zvyagintsev no necesita tampoco de estructuras enrevesadas para seducir al espectador. Muy al contrario, su relato avanza en línea recta, desde la presentación de los acontecimientos hasta su resolución final. Pero lo más relevante de todo es que esta precisa construcción del guión, del que es co-autor, no logra encorsetar el desarrollo de una historia que despliega ante el espectador todas sus dobleces de forma libre, sin anclajes, con una espontaneidad francamente reseñable. Resultado de este equilibrio entre escrupulosa precisión, claridad y sencillez, encontramos un elenco de personajes que son pura humanidad, no sólo porque el director ruso consigue sumergirnos en sus contextos sociales de forma harto realista y creíble, sino en la exposición de sus más íntimas contradicciones.

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Esa misma limpieza de planteamientos se traslada a la plasmación de esta historia en imágenes. Zvyagintsev no necesita de enfáticos subrayados y el uso de recursos como la música o la fotografía son aquí excepcionalmente discretos. Incluso cuando el autor de cintas como la muy justamente celebrada Leviatán se entrega al placer de la metáfora y el simbolismo, estos quedan perfectamente integrados en la narración y, sin interrumpirla, se dejan sentir con toda su fuerza en el ánimo de un espectador que no tiene más remedio que rendirse ante el poder de lo contado. De esta forma, Sin amor, arranca con unas bucólicas imágenes invernales (como sucedía también, por cierto, en la reciente En cuerpo y alma de la húngara Ildikó Enyedi). Casi de inmediato, saltamos a otra estación del año. Cuando, al final de la cinta, recuperemos ese paisaje, nada será igual. Es el invierno del amor.

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Andrey Zvyagintsev nos pone un espejo y nos muestra cómo somos a través de un relato crudo, sin paños calientes. Habrá sin duda quien se revele y sienta la tentación de negar la mayor, pero incluso los más optimistas percibirán en lo más íntimo la solidez de esta verdad que nos expone. La cinta de Zvyagintsev se presenta al espectador como antídoto ante la tentación de caer en cualquier dogmatismo barato. No hay, en Sin amor, ni buenos ni malos. Todos son culpables. Hay víctimas, desde luego, a cuyo sufrimiento no podemos por menos que adherirnos (y ahí encontraremos nuestra vía hacia la necesaria y quizá hipócrita redención). Podríamos incluso atrevernos a sostener que los mismos responsables de este desastre son víctimas últimas también. Pero, ¿víctimas de qué? De ellos mismos, por supuesto. Y ahí volvemos a esa imagen que comentábamos al principio, a esa cultura del “yo” que queda tan bien expuesta y en la que no cabe otra cosa que las ambiciones y los deseos individuales. Durante la proyección, nos viene a la cabeza la cinta del francés Joachim Lafosse, Después de nosotros, centrada igualmente en un proceso de separación muy similar al que asistimos aquí. Pero donde Lafosse dejaba una puerta abierta a la posibilidad de la comprensión y el entendimiento, Andrey Zvyagintsev no deja espacio para ello. Para el ruso, la sociedad contemporánea está enferma por esa falta de amor.

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En la que es sin duda su obra más sólida y contundente, Carol, adaptación a la gran pantalla de la novela de la escritora Patricia Highsmith, el director estadounidense Todd Haynes nos relataba la relación entre dos mujeres, Carol y Therese, interpretadas de manera soberbia por las actrices Cate Blanchett y Rooney Mara. Pero Carol, la película, era algo más que una historia de amor: es la narración de la culminación de un instante, de un deseo. Si hablamos de experiencia cinematográfica, la cina de Haynes no sólo nos seducía por esa manera tan elegante de exponer los entresijos de una relación que se enfrentaba a las convenciones de una época, sino a la maestría con la que nos conducía por las emociones a las que se veían expuestos sus personajes y que expresaba con elegante contención, escamoteando con inteligencia la llegada de ese momento glorioso en el que el anhelo físico se consumaba. Sin duda, una obra maestra. Pues bien, creo que conviene tener en cuenta la película de Haynes a la hora de enfrentarnos al último trabajo del realizador italiano Luca Guadagnino, Call me by your name.

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Con guión del también director James Ivory (cuya huella se siente en toda la película), Call me by your name nos traslada al año 1983, a una hermosa villa situada en el norte de Italia donde el joven Elio pasa sus vacaciones con su familia, mientras deja pasar el tiempo entre sus amigos, sus lecturas y la música (a pesar de su edad, es un virtuoso pianista). Pero la apacible vida de Elio queda intensamente trastocada con la aparición en escena del apuesto Oliver, un profesor universitario, amigo de sus padres, que pasará unos días con ellos para trabajar en un libro que tiene entre manos, al tiempo que comparte con la familia suculentas comidas campestres y disfruta del paisaje que le rodea. Como en el relato de Haynes, pronto intuimos que entre el adolescente Elio y el más maduro Olivier se va a forjar algo más que una relación de amistad.

A la hora de analizar una película como Call me by your name hay que tener en cuenta que nos encontramos ante uno de esos productos de cuya aceptación dependerá, en buena medida, el estado de ánimo con el que cada espectador reciba aquello que le muestra la pantalla. Para algunos, la cinta de Luca Guadagnino se presentará como un delicado ejercicio esteticista que enmarca una no menos delicada historia de amor. Para otros, entre los que me encuentro, nos encontramos ante un ejercicio de sutil impostura.

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Son impostura, a mi modesto entender, los personajes que pueblan este pequeño drama. ¿Y qué tenemos aquí? Pues lo que hay es una serie de caracteres que viven en una especie de limbo, el que parece proveerles su estatus, sus profesiones y su formación. Todos los personajes son bien educados (el padre de Elio y Oliver pertenecen al mundo académico) lo que les sitúa en un espacio intelectual muy concreto. Un lugar que permite llevar el debate y las situaciones planteadas a ese nivel que tanto interesa a la trama, pero que, en este caso, se perciben como un cliché. Y lo mismo sucede con los espacios donde trascurre la historia. Una Italia igualmente idealizada, de días soleados, de villas entre huertos plagados de ricas frutas (motivo de una de las metáforas más toscas de la película), de pueblos empedrados y gentes afables y acogedoras. Y no se trata tanto de arrebatarles a los responsables de este proyecto el derecho de encuadrarlo donde ellos quieran, sino de llamar la atención sobre el hecho de que aquí todo ello queda rebajado hasta un mero arquetipo que acaba lastrando el relato que, de esta forma, pierde esa necesaria intimidad que sin duda requería.

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Esa misma impostura que lastra a personajes y espacios se traslada igualmente a la ejecución en imágenes del guión. Luca Guadagnino se recrea, sobre todo, en exponer esos elementos de los que hablábamos antes, pero no hay en ello nada a lo que sujetarse desde un punto de vista emocional. El responsable de cintas como Cegados por el sol tiene entre manos un conflicto muy parecido al que Haynes abordaba en Carol, la relación amorosa entre dos hombres en una sociedad que no parece aceptarla, la búsqueda de ese momento culminante en el que estallan las emociones, de exponer esa sensación de enamoramiento primigenio y puro. Pero Guadagnino no encuentra el tono adecuado y en lugar de centrar su atención en el desarrollo de esos sentimientos y emociones, se dedica a dar vueltas alrededor de ellos sin saber cómo abordarlos. Y ahí está la principal diferencia entre las dos películas. Mientras Haynes nos iba preparando para ese momento final, Guadagnino no hace otra cosa que demorarlo sin otra intención que deleitarse con ese paisaje, con el marco.

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Poco ayuda en este caso, además, unas interpretaciones algo sobreactuadas con las que Guadagnino no consigue compensar aquello que no ha podido sembrar. Y con esta afirmación, no queremos tirar por tierra el esfuerzo de un reparto que da lo mejor de sí mismo. No es una cuestión de talento interpretativo, es un problema de enfoque, de estructura. Así, lo que en Haynes era pura emoción, aquí es artificio, simulacro, y no logramos empatizar con los supuestos sentimientos que nos tratan de trasmitir. Hay una diferencia entre sumergirnos en unos conflictos, como Haynes, y asistir a su mera descripción, que es lo que hace el director italiano. Resultado de todo esto es que, cuando llega el gran momento, estamos estética y emocionalmente exhaustos y asistimos a ello con franca indiferencia. GERARDO LEÓN

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