Título original: Di jiu tian chang · Wang Xiaoshuai · China · 2019 · Guión: Mei Ah, Wang Xiaoshuai · Intérpretes: Liya Ai, Du Jiang, Zhao-Yan Guo-Zhang.
Título original: A ghost story · Alejandro Amenábar · España · 2019 · Guión: Alejandro Amenábar, Alejandro Hernández · Intérpretes: Karra Elejalde, Eduard Fernández, Santi Prego.
Yaojun Liu y Liyun Wang son una joven pareja que vive junto a su hijo adolescente en una pequeña y degradada población costera en China. Enseguida comprendemos que la relación entre la pareja y el joven Xing Liu no marcha precisamente bien y, aunque en un primer momento, achacamos estos conflictos a la lógica confrontación generacional, poco a poco nos damos cuenta de que aquí ocurre algo que nos están ocultando. A medida que pasa el tiempo, iremos descubriendo los secretos que guarda esta modesta familia y que van a formar parte de su vida a lo largo de los años. Conflictos que vienen del pasado y que se proyectan hacia el futuro, es decir, nuestro presente, y que sirven al realizador chino Wang Xiaoshuai para hacer un generoso examen de las tres últimas décadas de desarrollo social, político y económico por el que ha transitado su país.
Es precisamente este sobrio ejercicio de aglutinar en una sola obra todo este período histórico a través de los dramas individuales de sus personajes, donde encontramos lo mejor de Hasta siempre, hijo mío. Con una compleja estructura que juega con el tiempo dramático a base de saltos temporales que nos llevan del presente narrativo al pasado, y de ahí hacia el futuro (que es presente histórico), Wang Xiaoshuai pasa por todas las fases de la evolución del régimen chino, desde la época más cerrada de la socialización y la implantación de las políticas de hijo único, al salto al capitalismo de mercado en el que se encuentra inmerso en estos momentos. Y lo hace fijándose, no en los grandes acontecimientos, sino en cómo han afectado todos estos cambios en unos personajes que, en el texto de Xiaoshuai y su coguionista, ejemplifican al ciudadano corriente, mero espectador de un proceso del que sufre sus consecuencias, pero en el que le está vetado participar. No tiene voz ni voto, pero sobre sus espaldas recae todo el peso de una Historia de la que ni siquiera puede ser consciente, mucho menos comprender, y cuyo único objetivo es tratar de sobrevivir de la mejor manera que pueda.
Sin embargo, si bien cuando acaba la proyección todo ha quedado más o menos aclarado, es en la construcción de esa estructura donde residen las mayores fallas que comete esta cinta. Buena parte del juego al que se entregan director y coguionista se sustenta en el hecho de esconderle al espectador esos oscuros secretos que afligen la vida de sus sufridos protagonistas. Ahora bien, tanto esfuerzo por ocultar la información al público, unido a un trabajo de producción que no facilita (por la proximidad en el tiempo del desarrollo de los acontecimientos) distinguir el papel que juegan algunos personajes o en qué momento preciso de la historia nos encontramos, embarran la claridad del relato, retrasando el desarrollo de un argumento que se hace innecesariamente farragoso. Esa sensación de confusión retrasa el avance de un drama menos complejo de lo que parece, quedando en el público la impresión de que el artefacto no camina hacia ningún sitio en buena parte del primer tercio de una producción que alcanza a las tres horas de metraje.
Ahora bien, el mayor lastre que arrastra esta cinta se encuentra en buena parte de las peripecias que sufren sus protagonistas principales. Hasta siempre, hijo mío es, sobre todo, un melodrama, género que, en estos tiempos que corren, conviene manejar con cuidado, especialmente en una producción que aspira a ser realista. La contraposición entre el fondo histórico y los conflictos que sufren los personajes pone en jaque esa ambición de retrato a la que aspira la película, una condición que afecta también al discurso político que encierra, pues resulta poco creíble que le sucedan tantas cosas a esta pareja hundida en una especie de fatalidad kármica que, en ocasiones, ellos mismos parecen provocar. Una fatalidad que pone en juego la credibilidad de todo el entramando. Pero es que, además, es precisamente el hecho mismo de que solo sean ellos los que sufran las consecuencias de cada acontecimiento, lo que desmonta el teórico análisis sociológico al que se entrega el director. Así, resulta difícil acercarse a la problemática de las políticas de hijo único que impuso el régimen chino desde finales de los setenta, si nos referimos a un caso tan especial como el que nos ocupa (cuyos detalles no develaremos). La apuesta queda, de esta forma, deslucida desde el punto de vista dramático, enredada en las oquedades de una trama cuya resolución, además, adivinamos desde el primer momento, anticipada a cada paso por el guion. Se echa en falta, asimismo, que Wang Xiaoshuai se quede precisamente a las puertas de analizarnos las consecuencias de la actual política de capitalismo agresivo en la que ha mutado el régimen y que, en la pantalla, parecen la culminación o solución a todos los problemas vividos por los personajes. Las cosas, finalmente, están bien.
Resulta muy complicado acercarse a la última película del director Alejandro Amenábar Mientras dure la guerra. Y si, a ojos de este cronista, esto es así, no es por lo complejo de la propuesta, sino porque Amenábar se esfuerza tanto en no pillarse los dedos con el tema que ha decidido abordar, sus intenciones quedan tan disfrazadas en un enrevesado juego de ocultaciones que resulta difícil desentrañar, tras un único visionado, cuáles son sus intenciones reales, una reflexión que merecería un análisis más tranquilo e implicaría un concienzudo trabajo para desgajar el guion en el que se apoya. A pesar de eso, incluso en un primer visionado se perciben algunas pistas de lo que intentamos exponer. Parece como si Amenábar hubiera tratado de coger por los cuernos un tema espinoso, para luego dedicar buena parte de sus esfuerzos en ir sembrando de trampas el camino con la única meta de que no le cojan en una falta.
Como es sabido, Mientras dure la guerra se acerca a la figura de Miguel de Unamuno en un momento clave de su vida. Su fuerte oposición a la deriva que había tomado la Segunda República Española, le había llevado a apoyar un alzamiento militar que entendía necesario para poner orden en aquel desaguisado. Sin embargo, tal y como relata la cinta, pronto se iba a dar cuenta de que el alzamiento no tenía por objeto restablecer las reglas del aparato democrático, sino imponer una dictadura militar de corte fascista con la que acaparar el poder.
Se atreve Amenábar a abordar una cuestión ciertamente peliaguda. Usando a Unamuno como mensajero, el director de Los otros viene a tratar de pacificar el polarizado panorama político español. Un escenario que hoy, como entonces, encuentra enconado entre dos bandos irreconciliables que no parecen querer dialogar entre sí. Y aquí es donde parece que Amenábar le echa cierto arrojo a la cosa al tratar, por boca de su personaje, de analizar con ojo crítico un periodo político que hoy se presenta en España casi como un tabú, la Segunda República, período de fuertes disputas políticas y tensiones extremas que bien podría parecerse a nuestro presente (de ahí el oportunismo, que no lo oportuno, de la cinta). En una de las secuencias más destacables y, por un momento, verdaderamente humanas de la película, Unamuno y su amigo Salvador Vila discuten a las afueras de Salamanca sobre la situación política en la que se encuentra el país. Frente al paisaje castellano, se enredan en una disputa en la que, entendemos, nunca se pondrán de acuerdo. ¿Y quién no se ha encontrado alguna vez en esa situación? Con unos pocos elementos, Amenábar logra representar ese diálogo de sordos en el que habitualmente nos vemos enredados, en el que ninguna de las dos partes dará su brazo a torcer y la exposición y, sobre todo, el intento de guiarse por argumentos racionales queda siempre aparcado.
Pero luego, parece como si Amenábar quisiera cubrirse las espaldas, nos sea que, como a Unamuno, le acusen de apoyar lo que no debe. Para ello, contrapone el proceso intelectual al que se enfrenta su protagonista con la cadena de hechos por los que Franco pasó de ser un militar más dentro del grupo de sublevados, a tomar el mando absoluto y erigirse en jefe del futuro Estado que saldría tras la contienda. El problema es que Amenábar se esfuerza tanto en describir la supuesta irracionalidad de Franco y sus partidarios, que el retrato queda francamente caricaturesco hasta un punto en el que, abandonada cualquier intención de realismo, su visión del conflicto político e intelectual que aborda queda desvaída y pierde su potencial. Poco importa de qué lado se sienta el espectador. Ni el crítico más contrario a los postulados del futuro dictador puede aceptar que le lleven por caminos tan trillados y ramplones. Pero es que su caricatura es tan exagerada que, por momentos, puede inspirar lo contrario de aquello a lo que aspira. En los anales del cine español quedará el mérito de Amenábar de haber descubierto el potencial cómico del dúo Milán-Astray/ Franco. ¡Qué par de comediantes ha perdido nuestro país! Piense lo que piense cada cual, el problema es que Amenábar no se dirige a un espectador inteligente, sino a un público que no entiende de sutilezas formales ni intelectuales y que acepta con agrado un discurso de trazo grueso que, a estas alturas, no puede ser útil a nadie. Para Amenábar, el público no está compuesto de individuos maduros y formados, sino niños que aceptan explicaciones sencillas más propias de un programa infantil de la televisión. Y puede que, en ciertos aspectos, tenga razón. Es solo que, en cuestiones como esta, al artista se le exige que vaya más allá del deseo de satisfacer o tratar con condescendencia y paternalismo a una audiencia que suele ser, por sí misma y con frecuencia, poco exigente. Me pregunto de qué o a qué cosa sirve esta película realmente. Qué nos aclara. No tengo ni idea.
Se ha halagado en diversas crónicas el trabajo interpretativo del reparto de esta película. Y ciertamente contar con Karra Elejalde o Eduard Fernández en la cabecera era una garantía. El reparto responde con soltura a lo que demanda el director de orquesta, el problema es que éste les lleva por terrenos excesivamente vodevilescos. Quizá los personajes femeninos cuenten con mayor oportunidad de desplegar composiciones más enteras y contundentes, con más matices. El caso es que todo responde a una teatralidad muy alejada de los cánones del cine contemporáneo. Tampoco la puesta en escena resulta muy acertada y se percibe a años luz la mano de su hacedor. Como muestra, la primera escena de la película. Recién declarada la guerra, las tropas nacionales toman la plaza Mayor de Salamanca. Los soldados toman posiciones ante cualquier intento de insurrección, desplegando el armamento. Pero la dirección de ese instante parece más propia de quien está preparando un manequinn challenge histórico, que quien quiere introducirnos en unos sucesos cinematográficamente realistas. Si hace unas semanas alagábamos la puesta en escena de Tarantino en su reproducción de los años sesenta en Estados Unidos, aquí sucede lo contrario. No es solo la parte artística, es la dirección del grupo lo que nos saca de la pantalla.
Ha tenido ojo el director de Ágora a la hora de escoger el tema y objeto de su propuesta, eso hay que reconocerlo. Amenábar tiene buena mano para eso que llamamos “lo comercial”. Pero está muy lejos de ser el artista que hubiera hecho de este asunto un verdadero reto para el público. De hecho, es cuando se enfrenta él mismo a las preguntas espinosas cuando escamotea una respuesta que quizá no se atreve a formular. Tras su discusión con su amigo Salvador Vila, éste da a Unamuno por imposible. No parece conforme con nada. No le gustaba la monarquía. No le gusta La República. Tampoco parece afín a los postulados de los sublevados. ¿Qué quiere entonces?, se pregunta el joven profesor a su amigo. Aquí estaba el epicentro del asunto. Pero Amenábar no se atreve a responder y su Unamuno se queda callado. Más difícil de asumir es su intención de que sintamos simpatía por un personaje que se queda paralizado cuando los falangistas se llevan preso a su joven colega. En un poco calculado efecto de guion, Unamuno no reacciona y más bien se comporta como un niño al que teme que le vayan a dar un coscorrón. En la siguiente secuencia, se comporta como si ese drama no hubiera ocurrido o no hubiera causado en su ánimo el más mínimo impacto emocional. Cuando, más tarde, pronuncie el famoso discurso de la universidad con el que quiere redimir al personaje, dudo que consiga el efecto catártico deseado. Sin duda la complejidad de una figura como Unamuno, bien traída a la actualidad, merecía ser abordada por otro realizador más docto. GERARDO LEÓN