Título original: Phantom Thread · Paul Thomas Anderson · USA · 2017 · Guión: Paul Thomas Anderson · Intérpretes: Daniel Day-Lewis, Vicky Krieps, Lesley Manville…
En esto del llamado cine de autor existen, generalizando mucho, al menos dos tipos de creadores. En primer lugar, están aquellos que reconocemos por sus temáticas y sus maneras personales de poner en pantalla los argumentos que les inspiran. Ya sea porque aquellos temas que abordan salgan de sus íntimas inquietudes o estas queden reflejadas en esas historias que eligen adaptar, hay en estos casos unas constantes reconocibles. Dentro de este primer caso están directores como Woody Allen, por poner un ejemplo muy claro, los hermanos Cohen, también estaría un Haneke, incluso Clint Eastwood, cuya forma de abordar la puesta en escena o el material literario que escoge acaban por tener unos rasgos que ligan a cada una de sus películas. Por otro lado, existen otros directores que, si bien aquellos relatos que desarrollan tienen que ser, a la fuerza, de su interés, no hay entre ellos una correlación tan evidente. Son directores para los que la historia sirve más bien de soporte en su camino por explorar las posibilidades de esto del arte cinematográfico, una excusa para dar rienda suelta a su sensibilidad estética. Su búsqueda no parece tan ligada a unos temas particulares, como a esa chispa que despierte su capacidad para la creación de imágenes. Este parece ser el caso del norteamericano Paul Thomas Anderson.
No es fácil reconocer qué pueden tener en común cintas como Boogie Nights, Magnolia, Pozos de ambición, The master o Puro vicio, al menos en lo que se refiere a su temática, más allá, quizá, de un interés por indagar en las raíces de las miserias de la experiencia humana. Paul Thomas Anderson es uno de esos directores atípicos dentro de la industria del cine. Uno de esos creadores que, hasta el momento, ha conseguido mantenerse en ese equilibrio perfecto que le permite hacer obras personales sin apartarse demasiado hacia los márgenes del sistema, siendo aceptado por un público que, si bien no es mayoritario, tampoco es tan escaso como para que sus trabajos no interesen a distribuidores y programadores. La propia atención que muestran los medios de comunicación generalistas con cada uno de sus estrenos, viene a apuntalar ese interés. Si no fuera así, simplemente, no aparecerían. Pero si el cine de Anderson nos seduce es por dos razones: el profundo tratamiento de sus personajes y, fundamentalmente, en el creciente refinamiento de su propuesta formal. Un refinamiento que alcanza cotas muy elevadas en esta última producción.
El hilo invisible se adentra en la vida del modisto Reynolds Woodcock, personaje de ficción inspirado en el mundo de la moda que se desarrolló en el Londres de la década de los cincuenta tras la II Guerra Mundial. Woodcock es, sin duda, un hombre notable. Anclado de forma férrea a sus rutinas, su mundo se reduce a la casa señorial en la que vive y donde tiene el taller de costura, sus salones de exposición, alguna relación femenina ocasional y, sobre todo, la compañía de su hermana Ciryl que, con mano de hierro, maneja sus intereses personales y el negocio. Woodcock es un hombre entregado en cuerpo y alma a su trabajo, no hay nada fuera de él. Tras su enésima ruptura sentimental y la culminación de sus últimos encargos, Woodcock se retira a descansar a su casa en el campo. De camino, conoce en un modesto restaurante a la joven Alma, de la que admira su figura y natural porte. Woodcock invita a Alma a su casa donde, en contra de lo que quizá ella esperaba, le toma medidas para un modelo que está confeccionando. Alma pronto se convertirá en musa y amante del modisto. Pero este sueño pronto empieza a mostrar sus grietas. Superada la curiosidad inicial, surgen los mismos conflictos de siempre. Alma tendrá que luchar si quiere preservar su posición en la casa y, sobre todo, en su relación con el esquivo Woodcock.
Si nos ceñimos al argumento, El hilo invisible aborda varias cuestiones de interés. En primer lugar, y en una primera capa, la última producción de Paul Thomas Anderson es un retrato del mundo de la moda, un universo que a muchos nos puede resultar ajeno, pero que, en sus manos, nos revela algunas curiosidades. Anderson nos abre las puertas a un universo de colores y texturas en el que las formas, lejos del mero capricho o una vacía originalidad, están íntimamente relacionadas con esos cuerpos a los que viste y, sin los cuales, no tendría sentido. La moda es, pues, una expresión de la inventiva humana y es en relación con esos cuerpos, con el hecho de “ser” humanos, cuando cobra valor. Pero no nos quedamos aquí, pues, para Anderson, como para Woodcock, la moda es algo más que trapos de colores ensamblados con más o menos gracia. Es, como en el caso de la pintura, la música o el propio cine, puro arte y como tal debemos considerarlo. Es en esa dimensión de la creación donde sin duda ha debido encontrar el director norteamericano uno de los elementos que le ha llevado a producir este largometraje.
Así, podríamos decir que El hilo invisible es, fundamentalmente, el retrato de un creador. Un creador abstracto, personificado en la figura de este Reynolds Woodcock, anclado a este mundo de la moda, pero que bien podría estar relacionado con cualquier otra forma de expresión artística. No nos vendrá mal hacer memoria en estas líneas de con qué ligereza nos referimos a muchos de estos personajes a los que, con demasiada frecuencia, reducimos al tópico de un individuo vanidoso y narcisista que se postula por encima del resto de los demás mortales. Basta con mostrarse algo huraño y tener éxito para caer en esa categoría. Y sí, algo de vanidad y narcisismo hay en todo esto. Pero, ¿sería posible el arte sin vanidad? Pero es que, además, Anderson no se queda ahí y se adentra en la figura de un hombre que es, ante todo, eso, un ser humano, con sus manías y obsesiones, con sus prejuicios, sus dudas y, sobre todo, sus muchas contradicciones y ahí, por muy alejados que nos sintamos del mundo de Reynolds Woodcock, es cuando podemos identificarnos como espectadores. Anderson hace un retrato de evidentes tintes freudianos, un hombre en permanente búsqueda de un pasado feliz anterior, representado en la figura de su madre, y que, a pesar de sus esfuerzos, se le escapa de las manos pues, como sugiere la película, no podemos vivir de él. El drama de Woodcock se centrará, pues, en la necesidad de construir un presente que le permita alcanzar una vida feliz, necesidad que él mismo ignora, protegido tras esas mismas rutinas que parecen dictar su mundo.
Ahora bien, si descendemos otro nivel, El hilo invisible es, ante todo, una hermosa historia de amor. Desde el mismo momento en el que Alma se instala en casa de los Woodcock, empiezan los problemas. Así, la ahora joven modelo se verá enredada en las férreas normas que rigen la vida de los dos hermanos. Nada más volver de su corta estancia en la campiña, Woodcock se encierra mental y físicamente en su trabajo, estrictamente vigilado por su hermana Cyril que, como un perro guardián, protege su intimidad. Comienza para Alma una guerra sorda en la que tendrá que hacer valer su posición, no sólo dentro del supuesto vínculo amoroso que mantiene con Reynolds, sino como mero individuo. Alma empieza a sentirse un simple objeto de decoración, una herramienta, como las tijeras, los hilos o las agujas que usan las costureras que trabajan para él. Para poder alcanzar ese estatus al que aspira, tendrá que romper la barrera de ese rígido orden que reina en la casa. Su desafío encontrará una férrea oposición, tanto por parte del propio Woodcock, como en la omnipresente Cyril.
Pero cuando la última cinta de Paul Thomas Anderson (a la postre, autor del guión) cobra verdadera profundidad, es a medida que va indagando en los entresijos de esta turbulenta relación. Y es aquí cuando Anderson demuestra su conocimiento de las oquedades del alma humana, pues, en realidad, el camino de Alma y del propio Woodcock no se reduce a una lucha entre oponentes para ganar el poder dentro del vínculo que les une. Para llegar realmente al corazón de Reynolds, a Alma no le bastará con exponer sus razones, tendrá que conocerle hasta comprenderle en sus más profundas peculiaridades, expresadas por esas obsesiones que le mortifican. Y en el caso de Reynolds, sucede algo parecido, pues, para alcanzar la felicidad que, dice, ansía su espíritu atormentado, tendrá que entregar algo de esa intimidad que guarda tan celosamente. Así, El hilo invisible se convierte en un ensayo sobre el amor, entendido como el camino hacia esa mutua comprensión del otro, con límites, pero sin prejuicios. Anderson presta aquí atención a cada detalle, mientras indaga en un universo que se va abriendo ante los ojos del espectador como un cofre lleno de secretos.
Parece una obviedad mencionar que este trabajo no alcanzaría ciertas cotas de belleza y sutil complejidad sin la colaboración de un elenco de actores de altísimas capacidades interpretativas. Sobra ahora hacer aquí mención del talento de Daniel Day-Lewis. De la potencialidad de la colaboración entre Anderson y Lewis ya tuvimos noticia en la imprescindible Pozos de ambición. Solo diremos que la promesa que anticipaba esta nueva colaboración entre ambos queda más que colmada. Y lo mismo sucede con Vicky Krieps, en el papel de la delicada Alma, o la más veterana Lesley Manville, como Cyril, la posesiva hermana de Reynolds Woodcock. Mejor les invitamos a acercarse a la sala a disfrutar de su trabajo.
Pero, como decíamos más arriba, si la obra de Paul Thomas Anderson nos llama la atención es por su elegante tratamiento de la imagen. Y aquí Anderson, responsable también de la dirección de fotografía, se descubre como un autor completo en poderoso dominio y madurez en el empleo de los recursos del cine. Hay en El hilo invisible un exquisito deleite en la construcción de cada plano. Es evidente que Anderson ha encontrado en la vida y el universo de este Reynolds Woodcock el motivo perfecto para su sensibilidad. Hablamos aquí de la colocación de los distintos elementos de la escena, de la sutil dirección de los movimientos de sus actores, milimétricamente orquestada, de la relación de todos ellos con la luz y, fundamentalmente, con los espacios. Porque, aparte de sus personajes, El hilo invisible es una película de espacios. Podríamos recordar, llegados a este punto, la última producción del italiano Luca Guadagnino, Call me by your name, comentada en esta misma sección la semana pasada. Pero donde la Italia de Guadagnino se quedaba en una mera estampa sin mucho interés dramático o estético, en la cinta de Anderson los espacios que conforman este drama son algo más que simples decorados. Guadagnino recurría al imaginario colectivo para corroborarnos esa postal tan manida que aparece en los libros de viaje y en tantas otras películas, y lo hacía, además, de manera harto estridente, como gritándonos sus intenciones al oído para llamar nuestra atención. Anderson, en cambio, nos muestra un universo desconocido y nos envuelve dentro de él como lo haría una suave tonada, un susurro.
Dejando de lado el relato, Paul Thomas Andeson ha compuesto una obra que tiene mucho de trabajo musical. No se nos puede escapar que buena parte de la carrera del realizador norteamericano se ha consolidado dentro del mundo del video-clip, formación que se siente en esta producción. Y no nos referimos a su estética, sino a esa querencia por componer una pieza más construida sobre una base melódica que narrativa, podríamos decir. No es casual la permanente presencia de la música a lo largo de todo el metraje (compuesta por Jonny Greenwood, líder de Radiohead y colaborador habitual del director, que hace un trabajo discreto, pero efectivo). Junto a él, no podemos dejar escapar las últimas líneas de esta crónica para felicitar al montador Dylan Tichenor (colaborador de directores de la talla de Robert Altman, M. Night, Shyamalan, Wes Anderson, Ang Lee o Andrew Dominik, entre otros), que hace un trabajo impecable. Estamos, sin duda, ante una de las películas de este año. GERARDO LEÓN