Título original: Dumbo· Tim Burton · USA · 2019 · Guión: Ehren Kruger· Intérpretes: Colin Farrell, Michael Keaton, Danny DeVito…
Título original: La chute de l’empire américain ·Denys Arcand · Canadá · 2018 · Guión: Denys Arcand· Intérpretes: Alexandre Landry, Maripier Morin, Rémy Girard…
De un tiempo a esta parte, se ha impuesto entre la crítica un cierto recelo hacia la obra de Tim Burton. Otrora niño bonito de esa misma crítica, deseosa de situar al cine de fantasía a la altura de otros modelos autorales, la filmografía de Burton ha ido perdiendo posiciones con el paso de los años. Y aunque estas críticas a veces se ceban en exceso (caso, me parece, de títulos como Frankenweenie, que pasó injustamente inadvertido), no es menos verdad que su trabajo ha ido disminuyendo su capacidad para sorprender. Hubo un tiempo en que esperábamos la última producción del autor de Ed Wood como quien espera la lluvia en un año de sequía, y aunque repasando su carrera podemos ver que ésta se ha caracterizado siempre por una cierta irregularidad artística (y comercial), nos consolábamos con la idea de que, a un título menos acertado, le seguiría otro que colmara nuestra firme confianza en su incontestable talento. La obra de Tim Burton siempre ha coqueteado con combinar proyectos más personales con encargos producidos para la industria más mainstream (Batman, El planeta de los simios…), si bien en unos y otros siempre encontrabas algún indicio de ese estilo y esa estética particular que lo diferenciaban de otros creadores. Es esa marca la que ha ido perdiendo fuelle para caer en una aparente complacencia creativa. Su nuevo trabajo, Dumbo, podríamos situarlo en los niveles más bajos de esta caída hacia ese descrédito que se ha ido asentando entre la prensa especializada y muchos de sus fans.
Lo primero que falla en esta nueva adaptación del clásico de Disney es un guion construido sin el más mínimo rastro de imaginación. El Dumbo original, producido en el año 1941 por el propio Walt Disney y del que parte este trabajo, era un pequeño cuento moral que trataba de aleccionarnos contra el desprecio hacia lo diferente. En aquello que se sale de la norma (las famosas orejas de Dumbo), se pueden encontrar grandes virtudes, nos decía la película. En apenas poco más de una hora, Joe Grant y Dick Huemer, autores acreditados del libreto y que colaborarían en muchas de las películas hoy clásicas de la factoría del ratón, componían un relato fantástico, pero compacto, donde mensaje y trama iban perfectamente unidos, y aunque apelaba a emociones muy elementales, el caso es que sabía cómo llegar a ellas. Cine infantil que, sin embargo, exploraba sentimientos como el abandono, la explotación, la soledad y la indefensión en la infancia o la imposición de valores sociales como un canon de belleza normativo que desprecia a aquellos que no se ajustan a él. Pero esta voluntad de trabar buenas historias parece que ya sucede pocas veces en el Hollywood moderno. La industria del entretenimiento contemporánea va por otros derroteros y este nuevo Dumbo de Burton, auspiciado por una empresa que ya tiene más de holding inversor que de productora cinematográfica, no iba a ser distinto.
Parte esta nueva adaptación, con el regreso de la guerra (la Primera Mundial, se entiende) del soldado Holt Ferrier (Colin Farrell), verdadero protagonista de este relato. Con el fin de la guerra, que le ha dejado secuelas en forma de la pérdida de uno de sus brazos (otra deformidad), Holt debe adaptarse a la vida del circo en el que trabajaba antes de que lo llamaran a filas. El circo no pasa por sus mejores momentos, pero Max Medici (Danny DeVito), su entrañable propietario, tiene un as en la maga: ha comprado a una elefanta que pronto dará a luz a un pequeño elefantito con el que hacer crecer su espectáculo. Una inversión redonda, piensa Max. Pero cuando nace la criatura, viene la sorpresa: Dumbo tiene unas orejas francamente desproporcionadas, hecho que trunca sus planes. Sin embargo, los hijos de Holt han descubierto en el pequeño Dumbo una habilidad inesperada: gracias a esas orejas, Dumbo puede volar.
Dos líneas argumentales se abren a partir de ese momento. La primera trata de contarnos el proceso de adaptación de Holt a su nueva situación. Incapacitado para hacer su antiguo número de domador de caballos, Holt tendrá que encontrar su camino para recuperar la autoestima perdida en el campo de batalla y tras la muerte de su mujer. Por otra parte, un malvado y todopoderoso (económicamente) Vandevere (Michel Keaton), quiere comprar al joven Dumbo para incorporarlo a su fastuoso circo, ubicado en un parque de atracciones de dimensiones tan desmedidas como las orejas del elefante. El problema es que ninguna de estas líneas argumentales nos llevan a ningún puerto y se quedan como una mera excusa para ir saltando entre secuencias de acción mal hilvanadas (Dumbo aprendiendo a volar, Dumbo en algunos números de circo, Dumbo enfrentándose a los malos, así hasta un extravagante apoteosis final muy mal justificado por la trama). Todo ello, aderezado con una banda sonora omnipresente que trata de potenciar y dirigirnos hacia esos supuestos sentimientos que busca evocar la película y que no consigue transmitir de otra manera por culpa de un texto y un montaje tan segmentados que no logran centrar nuestra atención. Los conflictos que afectan a los personajes carecen de desarrollo y una sensación de ir brincando de una situación a otra sin una motivación precisa va apoderándose de un espectador que se siente como si hubiera subido a una montaña rusa, incapaz de distinguir, entre tanta pirueta, donde está la línea del horizonte al que se debe dirigir. Para que no falte de nada, el guion va introduciendo aquí y allá retazos de los consabidos discursos ecologistas y feministas a los que parece que se debe toda producción políticamente correcta hoy en día (aunque al final, por mucho que se potencie el papel de la hija de Holt, sea un nombre montado a caballo el que resuelva el entuerto). Un auténtico potaje con más intención de aleccionar que de transmitir un mensaje elaborado.
Poco ayuda a salvar la función un Burton que resuelve las escenas de forma esquemática y sin un aparente interés por buscar un punto de vista que parezca propio. Así, la marca Burton queda diluida en una realización de compromiso que difiere muy poco de otras super-producciones a las que nos tiene acostumbrados la industria. Ni siquiera el diseño de personajes y escenarios logra asombrarnos, por muchos movimientos de cámara con los que trate de distraernos el realizador, pura fanfarria digital sin potencial dramático. Según nos cuentan las crónicas, Burton ha anunciado como siguiente proyecto una segunda parte de su éxito de los 80, Beetlejuice. Veremos que nos propone, aunque el hecho de que tenga que recurrir a viejos proyectos no parece que augure nada nuevo.
Con La caída del imperio americano, el canadiense Denys Arcand continúa aquella aventura cinematográfica que tan buenos réditos comerciales y de crítica le han reportado a lo largo de los años y que inició allá por la década de los lejanos ochenta del pasado siglo con títulos como El declive del imperio americano, a la que daría continuidad, ya a principios del siguiente milenio, la no menos incisiva Las invasiones bárbaras. Un sólido tríptico con el que Arcand ha logrado componer un largo retrato de décadas sobre las miserias de esta sociedad posmoderna en la que estamos inmersos.
Aquí encontramos a Pierre-Paul, un nombre de treinta y seis años, licenciado en filosofía, que lleva una vida anodina como empleado para una no menos convencional empresa de mensajería. Pierre-Paul no aspira a ocupar ningún cargo ni posición relevantes. Para él la ambición y los logros materiales es cosa de tontos, pues solo los tontos aspiran a algo tan absurdo como el reconocimiento social y la riqueza. Un día, sin embargo, Pierre-Paul se ve envuelto en un atraco. Como resultado del enfrentamiento entre un guardaespaldas que aparece en la escena por azar y los atracadores, éstos acaban muertos, dejando su botín al alcance del despistado repartidor que, rápidamente, se apodera de él. Empieza para nuestro protagonista un auténtico calvario para sortear el hostigamiento de la policía y de una banda de mafiosos que buscan recuperar el dinero sustraído. Para resolver sus problemas, recurrirá a la ayuda de una prostituta de lujo y un contable que acaba de salir de la cárcel por un delito fiscal.
Con estos elementos, Denys Arcand ha compuesto una pieza que, si bien al principio nos deja un poco desorientados, va creciendo según va progresando en su desarrollo. Un relato cargado de sentido del humor, pero mucho más blanco, menos cínico que en sus anteriores propuestas, aunque no por ello menos incisivo en su crítica. Si en sus dos cintas anteriores, Arcand cargaba contra la hipocresía y los privilegios de las clases medias de su país, aquí la atención se centra en combatir un sistema que, muy inteligentemente, deja fuera de plano. Pierre-Paul es un hombre tímido, pero comprometido con las causas que defiende y de fuertes convicciones morales. Curiosamente, esos principios serán su salvación. Y ahí viene el centro de todo el asunto. En un mundo donde reina el cinismo, la mentira y la ambición, su ingenuidad y firmeza moral marcarán la diferencia. Todo a su alrededor se confabula contra él: el crimen organizado, los agentes de la ley, incluso la misma lógica del espectador. Todos ello, son piezas de un sistema que, paradójicamente, no tiene un rostro concreto, un ente preciso que lo dirija, pero que ordena la vida cotidiana de todos los personajes. Incluso el inversor de fondos al que acude para que le ayude a limpiar el dinero del que se ha apropiado, aparece como un hombre entrañable dispuesto a colaborar por su causa. ¿Y qué causa es esta?
Denys Arcand ha construido una fábula moderna sobre la necesidad de apoyarnos los unos a los otros para sobrevivir en un mundo cada vez más sórdido y sumido en una crisis de valores. Es ahí donde funciona la propuesta, no como retrato realista de la sociedad, sino como espejo deformado, como contra-discurso. En el triunfo de Pierre-Pauly su banda, está la venganza del ciudadano corriente, es decir, de todos nosotros. GERARDO LEÓN