Título original: Napszállta · László Nemes· Hungría · 2018 · Guión: László Nemes, Clara Royer, Matthieu Taponier · Intérpretes: Juli Jakab, Vlad Ivanov, Susanne Wuest…
Título original: Gräns · Ali Abbasi· Suecia · 2018 · Guión: Ali Abbasi, Isabella Eklöf · Intérpretes: Eva Melander, Eero Milonoff, Viktor Åkerblom…
El húngaro László Nemes irrumpía en el panorama internacional con una obra que cautivaba a público y crítica por todo el mundo y con la que ganaría el Oscar a la mejor película extranjera en el año 2016, El hijo de Saúl. Cuando creíamos que ya estaba todo dicho sobre el nazismo, Nemes nos demostraba que aún había formas nuevas de abordarlo. Con una puesta en escena apabullante, El hijo de Saúl conseguía lo másdifícil, meter al espectador en la piel de un hombre de carne y hueso, testigo de aquella atrocidad. Para ello, se saltaba las reglas clásicas de la identificación a fin dar un salto mortal hacia adelante. El drama de su protagonista nos implicaba en tanto que sufríamos las mismas dificultades que él, pero no como meros espectadores involucrados política o emocionalmente con lo que se cuenta; Nemes traía literalmente el pasado para convertirlo en un presente real, concreto, preciso. Convendrá recordar esta película para ver las fisuras por las que se resquebraja su segundo largometraje.
Atardecer nos muestra, ya desde el primer plano, a Irisz, una joven que llega a la ciudad de Budapest, uno de los centros más prósperos del imperio austro-húngaro, con la intención de encontrar trabajo en una sombrerería de moda. Estamos en el año 1913, a muy poco tiempo del estallido de la Primera Guerra Mundial que asolaría el continente europeo por primera vez en el siglo XX. Bucarest es un hervidero comercial, cultural, también humano. Todo aquí es movimiento, actividad. Tras la muerte de sus padres, Irisz se ha propuesto trabajar en la empresa que alguna vez fue propiedad de su familia, pero sus planes quedan trastocados cuando le informan de la existencia de un hermano al que no conocía hasta ese momento. Empujada quizá por el deseo de encontrar un anclaje sólido en un mundo ante el cual se siente sola y desprotegida, Irisz comienza, así, la búsqueda de ese hermano. Ese mundo, nos cuenta Nemes, parece sumido en el más absoluto caos.
Como ya hiciera en El hijo de Saúl, László Nemes pone la cámara a escasos centímetros de la protagonista y la sigue a donde quiera que vaya. Esta estrategia le permite, como hiciera en su anterior película, mantener una tensión permanente entre ese cuerpo al que seguimos de aquí para allá y el espacio que lo rodea. Jugando con inteligencia con el encuadre y la profundidad de enfoque de la imagen, Nemes nos escamotea parte de la información con la intención de ponernos en la misma situación de desamparo y desconcierto en la que, nos sugiere, se encuentra Irisz. Así, no es difícil que nos sintamos como unos recién llegados a una ciudad de la que desconocemos espacios, distancias o la gente que nos asalta a cada paso. Todo nos resulta confuso y abrumador.
Ahora bien, si en El hijo de Saúl esta estrategia servía de acicate de la trama o de aquello que andaba en juego, aquí se queda en un ejercicio de estilo de menor impacto emocional. Si en su anterior cinta esa mirada cercenada del espectador servía para hacerle partícipe de las mismas dificultades que sufría su protagonista, aquí esa identificación no llega a ser completa. Incapaz de situarnos físicamente, compartimos con Irisz esa misma sensación de desconcierto. ¿Dónde estamos? ¿A dónde vamos? ¿Qué sucede en ese afuera que queda apartado de nuestra vista y que nos amenaza? Estas son las preguntas que nos hacemos. Pero allí donde en El hijo de Saúl esa sensación servía para empujar el conflicto (la necesidad de su protagonista de salvar la vida de un niño de la muerte en un campo de exterminio) aquí ambos objetivos quedan desconectados. Percibimos y comprendemos esa impresión de pérdida, de inmersión en un laberinto sin aparente salida en el que se encuentra Irisz, pero su deambular no es más que el resultado de una búsqueda detectivesca, sin más implicación que los distintos obstáculos que encuentra en cada momento y que sorteará, la mayoría de las veces, no por su propia acción, sino gracias a un tercero que aparece en el momento adecuado para rescatarla. Causa principal de esta sensación de agotamiento que nos asalta finalmente se encuentra también en una trama, un conflicto con el que no logramos sentirnos completamente implicados. ¿Quién es ese hermano al que Irisz busca tan desesperadamente? ¿Qué significa la posibilidad de encontrarlo para ella? La respuesta a estos interrogantes no queda planteada por Nemes.
Así, lo que en El hijo Saúl era descubrimiento, aquí parece caprichosa ocultación, un truco. No es sólo que no sabemos a dónde vamos, es que desconocemos por qué o para qué. Y claro, de esta forma nos sentimos confundidos. Bien podríamos quedarnos con esa impresión de desorden, metáfora de esa Europa pre-bélica que Nemes quiere descubrir. De esta forma, podríamos justificar la propuesta de Nemes empujándola al terreno de la abstracción: no importa lo que ocurre, las cosas que suceden, como el qué sucede, la impresión última. Pero pronto comprendemos que esa no es la intención que sustenta este trabajo.
No podemos dejar de alabar, sin embargo, el enorme trabajo de puesta en escena que realiza Nemes y su equipo artístico. Cada plano secuencia con el que compone su obra es un deleite para los ojos. Ahí Nemes conecta con la tradición de las grandes superproducciones clásicas donde figurantes y decorados cobran fuerza en una narración dirigida a un espectador que queda abrumado ante el espectáculo, si bien Nemes prescinde de toda intención de grandilocuencia al colocar la cámara a la altura de los ojos de sus personajes, es decir, del ser humano, protagonista último de aquello que estamos viendo. La orquestación en el empleo de la cámara con el resto de elementos de la escena es apabullante y da cuenta de que estamos ante un auténtico virtuoso en este terreno. Sin embargo, esa exhibición no es suficiente. Incluso la supuesta conexión entre los hechos y el momento histórico queda deslavazada. ¿Qué nos explica el texto de Nemes sobre todo ello?
Dos cuestiones más, para terminar. La primera sería preguntarnos si, con esta propuesta, no se cierra para el director húngaro una forma fílmica que muestra signos de un cierto amaneramiento. La otra tiene que ver con el soberbio plano con el que concluye Atardecer. Plano que nos empuja quizá hacia un futuro relato, un continuará, pero también a la obra que podría haber sido esta película. Simplemente soberbio.
En otro orden de cosas, esta semana llegaba a las pantallas uno de esos estrenos más modestos, pero que, poco a poco, han ido ganándose entre el público una merecida reputación hasta crear amplias expectativas. Con Border, segundo largometraje del director sueco-iraní Ali Abbasi, nos adentramos en la vida de Tina, una empleada de aduanas que vive modestamente en una cabaña junto a un frondoso bosque. Tina tiene un don especial: su olfato le permite distinguir las emociones que afectan a las personas, habilidad muy provechosa cuando se trata de capturar a delincuentes o traficantes que tratan de transportar su mercancía cruzando su puesto de control. Pero lo primero que llama la atención de Tina es su aspecto físico y, más concretamente, una aparente deformidad que ella achaca a una desviación genética de nacimiento. Tina asume esa deformidad como un estigma, pero cuando conoce a Vore, un hombre que tiene el mismo problema que ella, todo su mundo dará un vuelco.
En Border no encontramos ningún aspaviento estético ni propuesta formal reseñable. La mayor virtud de esta película se centra en la construcción de un guion que sabe manejar sus cartas y pillar desprevenido al espectador. Juega a su favor una trama que se mueve (y ahí radica su mayor originalidad) entre el realismo social y el relato fantástico. Esa miscelánea de elementos mantiene la atención de un público al que se coloca frente a la sospecha de un algo que no parece concordar, para luego ser arrastrado tras las pistas de ese misterio que, una tras otra, irán desvelándose ante sus ojos.
A pesar de lo dicho hasta aquí, Border nos confronta ante ciertas cuestiones que no parten directamente de la trama. Una cinta que busca ponernos de cara ante nuestra propia animalidad. No explicaremos como lo hace para no desvelar las sorpresas, tan solo comentar cómo sus personajes luchan (y logran liberarse) de las trabas de la civilización para mostrarnos ese lado salvaje que anida en el interior de todos nosotros. Con demasiada frecuencia usamos la palabra libertad como el anhelo de un ser humano que lucha por zafarse de los grilletes que le atan a unas convenciones que, más que preservar el orden, parecen diseñadas para someterlo. En la entrega física, emocional de sus personajes a esa naturaleza “bestial” que les rodea, simboliza Ali Abbasi ese anhelo. Y lo materializa, y al hacerlo nos sentimos también liberados como espectadores. O doblemente encerrados, según se mire.
Ahora bien, esa naturaleza animal encierra algunas trampas. Mientras veía Border, recordaba la que quizá sea una de las películas más interesantes que ha dado el cine norteamericano en los últimos años y con la que la cinta de Abbasi podría confrontarse hasta un cierto nivel, Bone Tomahawk. Pero mientras que en la película de Craig Zahler esa naturaleza primitiva nos remitía a un ser sin moral, puro instinto de supervivencia, aquí el debate se mueve por otros caminos. Cierto, como sugiere la película, ese hombre civilizado tiene muchas miserias que esconder, pero esas miserias no justifican que entreguemos esa moral como solución.
El otro elemento sobre el que reflexiona la película es la relación entre lo normal y lo anormal o, lo que es lo mismo, el canon de lo bello. Y aquí es cuando el relato traspasa definitivamente el plano del realismo para ofrecerse como un cuento mágico moralizante (lo cual no tiene por qué ser necesariamente malo). Ali Abbasi viene para decirnos que la belleza se encuentra en el interior. GERARDO LEÓN