Los Fabelman & Triángulo de la tristeza

QUÉ DECIR DE...

Qué posición ocupará en la historia del cine la obra del estadounidense Steven Spielberg es algo que todavía está por discernir. Lo que nadie puede poner en duda es que, con sus altibajos, Spielberg ha sido uno de los grandes muñidores del cine entendido como espectáculo de las últimas cuatro décadas. Incluso en sus propuestas más personales, serias y políticas, ha plasmado su manera de entender esta forma de expresión, a medio camino entre el arte y el puro entretenimiento. Todo ello confluye de manera muy notable en esta última y, quizá, una de sus mejores producciones: Los Fabelman.

Cuenta Spielbberg en esta película su propia infancia y adolescencia. Nacido en una de esas familias de la próspera clase media que surgió tras la Segunda Guerra Mundial, conoceremos aquí al joven Sam, personificación del propio director. Este es un mundo de amplios coches familiares, de casas con jardín en zonas residenciales a las afueras de la ciudad, de campings a la luz de la luna, junto a un lago, de fiestas de graduación al calor de una banda de música, como esas que aparecían en Regreso al futuro. Y de fondo, el cine como gran plaza popular, fuente de seducción para un niño que quedaría marcado para siempre por la experiencia de entrar por primera vez en una sala para ver El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B. DeMille. Al empezar la película, frente a la cola de la taquilla, su padre, un joven ingeniero, le explica a Sam los secretos de la imagen en movimiento, un truco que funciona gracias a un defecto de nuestra vista conocido como persistencia retiniana, y que sostiene la ilusión que nos permite “engañar” a nuestro cerebro para que acepte como continuidad lo que, en realidad, es una sucesión de imágenes fijas. Pero por mucho que se esfuerce su padre en rebajar la experiencia a un mero fundamento racional, la magia de la ficción se produce y la película dejará al niño una fuerte impresión. A partir de aquí, conoceremos a su familia, dividida entre la fascinación de su madre por las bellas artes y un padre mucho más pragmático y prosaico, obsesionado con los avances tecnológicos del momento. De fondo, una pasión por el cine que marcará el resto de su vida.

Los Fabelman es, ante todo, una pieza autobiográfica. Con esta película, Spielberg pone en orden sus recuerdos en el seno de una familia judía de mediados del siglo pasado. Un ejercicio de nostalgia al que el realizador norteamericano se entrega con un cuidado exquisito por el detalle. Basado en sus experiencias personales, recopiladas para el guion por la mano del dramaturgo y colaborador habitual Tony Kushner (con quien ya trabajó en Munich, Lincoln y West Side Story), Spielberg reconstruye escenarios y paisajes con un sentido afecto hacia una época que él mismo ayudaría a mitificar. Un viaje sentimental al que le acompañamos como si se tratara de nuestra propia historia, emoción que surge como resultado de una filmografía que queda reflejada en cada fotograma de la película y que ya forma parte de la propia historia de muchas generaciones. Inteligente embaucador, Spielberg ha realizado un trabajo que contaba de antemano con nuestra complicidad, que explota con sutileza en un diálogo constante con los recuerdos de aquellos que hemos seguido su carrera a lo largo de los años.

Y en el centro de este relato pone a sus padres. Cabe destacar aquí el trabajo de los actores Michelle Williams y Paul Dano en los papeles de Mitzi y Burt Fabelman, así como Seth Rogen en su inesperado rol del querido tío Bennie, otra pieza clave de este álbum de fotos audiovisual, que es como creo que mejor podríamos definir esta película. Spielberg y Kushner construyen un delicado cuadro familiar y nos dan la excusa para demostrarnos que, si se lo propone, el autor de E.T. e Indiana Jones también sabe hacer un retrato humano de gran envergadura. Spielberg pone aquí una especial atención en la composición íntima de sus personajes. Es obvio que el realizador siente verdadera devoción por sus progenitores. Hay en la puesta en escena y la planificación del trabajo de fotografía (un precioso color que nos remite al cine de la época) una cierta idealización. Sin embargo, Spielberg no esquiva las contradicciones que asisten a unos sujetos que, cada uno por su lado, buscan su propio espacio en el mundo, dos maneras de ver la vida que, finalmente, entrarán en conflicto. Spielberg no quiere hacer aquí un retrato de buenos y malos, en blanco y negro, sino que trata, desde su propia experiencia, de entender esta relación, las motivaciones de cada uno, las zonas grises, atreviéndose a dejar muchas preguntas sin responder, o quizá, podríamos decir, resolviendo sus interrogantes respondiéndose a sí mismo, a nosotros, que eso de la vida es cualquier cosa, menos una línea recta.

Ahora bien, como decíamos al principio, Los Fabelman es, sobre todo, un homenaje al cine, a una pasión. ¿Qué impulsa al artista a contar historias?, parece peguntarse Spielberg. ¿Qué poder tienen esas imágenes que tanto nos fascinan? Como nos cuenta sin malicia el padre de Sam, sabemos cómo funciona el truco y, sin embargo, caemos una y otra vez. Es la magia. La magia del cine. En una de los planos más bellos de esta película, un joven Sam proyecta sobre sus manos sus primeras imágenes como director incipiente. ¿Cómo atrapar la imaginación? Pero el camino del artista también está lleno de sacrificios, nos dice. Y es que arte y familia no son compatibles, viene a explicarle a Sam el tío Boris, hermano de su abuela y artista ambulante que acabaría trabajando en la industria del, entonces, viejo Hollywood. De ahí, el profundo desgarro que encierra la película. “Serás un nómada”, le advierte Boris al joven Sam. Consciente de estar contando su propio viaje, Spielberg se desnuda de manera sutil, soterrada, pero generosa. Esta es sin duda una de las películas más bellas de su carrera. Una pieza de orfebrería, un regalo. Su historia es nuestra propia historia. Atención a la última escena de la película. Simplemente, soberbia.

En esto del cine, resulta casi imposible encontrar un consenso absoluto en lo que se refiere a la obra de casi cualquier director. Ahora bien, dentro del lógico disenso en gustos e intereses (estéticos, políticos, intelectuales) de cada espectador o, incluso, entre opinadores profesionales, hay directores que logran provocar un verdadero y radical cisma. Este es el caso del director sueco Ruben Östlund.

Triangulo de la tristeza hace referencia a esas arrugas que nos salen en el espacio que queda entre las cejas y el arranque del arco de la nariz. Según pasan los años, esas marcas se van acentuando, dejando en el rostro una huella, símbolo de vejez o de un espíritu no alineado, podríamos decir, con el falso optimismo que nos demanda la actual sociedad del espectáculo. Comienza la película. Parte 1: Carl y Yaya, anuncia un texto en pantalla. Tras el rótulo, asistimos a un proceso de casting de modelos para una marca de ropa de moda. La directora de casting somete a los aspirantes a pruebas cada vez más degradantes. De ahí, saltamos de escenario y nos encontramos en un gran pase de modelos. Uno de los responsables de la organización, obliga a una pareja de espectadores a abandonar las sillas que ocupan en la primera fila, junto a la pasarela, reservadas a otros clientes VIP. Como resultado de esta maniobra y tras el correspondiente ajuste, Carl, uno de los modelos que acudieron previamente al casting, se ve relegado a la última fila de butacas. Carl no se encuentra entre la élite, entre los elegidos, parecen decirnos. Esta será la línea argumental de las siguientes escenas. Tras el pase de moda, Carl cena con Yaya, su novia, en un restaurante de lujo. Cuando llega la hora de pagar la cuenta, ella se hace la distraída. La situación incomoda a Carl, a quien le molesta que ella utilice su poder, su aparente fragilidad femenina, para sacar provecho. ¿Por qué debe ser él quien pague la cena? ¿Qué hay de aquello de la igualdad? El reproche de Carl provoca una discusión en la pareja. Más tarde, Carl y Yaya disfrutan de un viaje al que han sido invitados en un barco de lujo. Aunque lo disimulen, son dos anomalías entre verdaderos millonarios. Pero no son, ni de lejos, los últimos de la escalera social. Debajo se encuentra la sufrida tripulación que se desvive por contentar a sus ricos clientes. Pero un inesperado accidente vendrá a subvertir esta férrea estructura de poder.

Con Triángulo de la tristeza, Östlund ha provocado, como ya sucedió con The square, su anterior trabajo, reacciones enfrentadas. Era lógico. Östlund arremete contra todo y contra todos. No deja títere con cabeza, a un lado y otro del espectro ideológico, y eso iba a tener un precio. Östlund apunta, en primer lugar, contra el sistema capitalista contemporáneo, origen de fortunas cimentadas desde la especulación más impúdica, pura pornografía de la codicia. En una de las secuencias más reseñables de la película, asistimos a una reunión del personal del barco al que han sido invitados Carl y Yaya. Es una charla motivacional. Al principio, los empleados se sienten cohibidos, pero las constantes apelaciones de su jefa, logran levantarles el ánimo, mientras invocan, en un absurdo ritual, el dinero que van a ganar al final de la travesía con las suculentas propinas. Pero la realidad está muy lejos de esas expectativas de enriquecimiento fácil. En cubierta, el personal se verá sometido a las más humillantes vejaciones por parte de los extravagantes caprichos de sus ricos pasajeros. Los de arriba y los de abajo; de la sala de mandos, pasando por el salón comedor (menú gourmet, champán de bebida), hasta las sucias entrañas de la máquina. Los que tienen dinero, riqueza e influencia, y los que no tienen nada. El espectáculo es obsceno.

Pero el director sueco no se detiene aquí. Östlund ataca también a la cultura woke, a la frivolidad del nuevo mercado de los influencers, al like como medida de todas las cosas. Y es demoledor. Tras la discusión en la habitación del hotel, Carl y Yaya llegan a un acuerdo: expuestas sus vergüenzas, su relación es, en el fondo, puro negocio. Para esto ha quedado la lucha de clases, el feminismo, nos dice el director. Y sigue. En el segundo y tercer bloque de la trama, la película dará un giro radical. Así, un accidente inesperado invertirá estas relaciones de privilegios y, por un breve lapso de tiempo, los de abajo tomarán el lugar de los de arriba. Y es que sucede que, ante una situación desesperada, de verdadera necesidad, todo lo que antes tenía valor (dinero, bienes de consumo), pierde su simbolismo y se degrada a la categoría de baratija. Frente a las necesidades más básicas, la riqueza, tal y como la entendemos en nuestro mundo, se muestra inservible. Y uno esperará que, en estas condiciones, casi de regresión cultural y hasta civilizatoria, aparezcan la solidaridad, el apoyo mutuo y la comprensión entre semejantes. Nada más lejos. Cambiados los roles, descubriremos que existen otras formas de conseguir esos privilegios tan deseados y, con estos, los medios para someter a los demás.

Con estos elementos, Ruben Östlund ha creado una ácida comedia sobre el mundo contemporáneo. Ironía, casi surrealista, carnavalesca en algunos momentos, que ha sido mal recibida por una parte de la crítica que no ha dudado en tachar a esta película de tosca y pretenciosa, una metáfora moral(ista) de trazo grueso. No puedo más que discrepar. Es cierto, Östlund ha creado, en lo que a la construcción de personajes y situaciones se refiere, una especie de guiñol que, por momentos, puede parecernos exagerado (si bien, como se sabe, la realidad puede superar con creces a la ficción), pero eso no quiere decir que su propuesta no contenga una buena dosis de realidad. Una verdad que no se encuentra, aunque lo parezca, en la superficie, en la imagen exterior de los personajes, en la caricatura, sino en aquellas situaciones a las que nos avoca. Como sucedía en Fuerza mayor, como ocurría también en The square, Östlund lleva al espectador a unas situaciones límite que pueden parecernos, incluso, desproporcionadas. Pero será, precisamente, de resultas de las emociones que despierten en el espectador esas situaciones extremas, donde aparezca la verdadera reflexión. Así, en una de las secuencias más brillantes de la película, el capitán del barco (un inmenso Woody Harrelson), completamente borracho, escupe a toda la tripulación, vía megafonía, su condición de comunista fracasado. La situación es completamente disparatada dentro del contexto en el que se produce. Pero, al mismo tiempo, es incómoda, de una desnudez impúdica, por su cruel honestidad. ¿Qué fue de nuestros ideales?, pregunta Östlund. La respuesta nos aplasta en su irreprochable contradicción como una apisonadora.

Pero donde demuestra su destreza el realizador sueco es en el trabajo de cámara y de puesta en escena. No es difícil apreciar la evolución de Ruben Östlund a lo largo de sus películas. Aquí ha dado, sin duda, un paso adelante. Östlund demuestra que tiene una creciente confianza en su dominio del tiempo cinematográfico, tanto en la construcción de cada secuencia, como en el ritmo interno de cada plano. Así, encontraremos que, donde otros caerían en la tentación de imprimir velocidad al montaje, con frugalidad de saltos de planos, a fin de otorgarle ritmo a las acciones, Östlund echa literalmente el freno, ralentizando su duración para tomarse su tiempo con el objeto de ir elaborando, pieza a pieza, su descarada pantomima. Hay que tener mucha confianza en sí mismo para exponerse de esa manera, para quedarse al descubierto, sin protección, como hace el realizador sueco. Y lo hace, desde mi punto de vista, sin grandes aspavientos, con naturalidad no impostada, sosteniendo la coherencia de su propuesta en unos márgenes claros. La impostura está en la ficción, no en la gramática. Si bien estamos ante una película ambiciosa, no hay subrayados, como en el caso del cine de un González Iñárritu, por ejemplo. Ese dominio del tiempo interno de las escenas, nos muestra un Östlund con unas dotes extraordinarias para la mímica que, en opinión de quien suscribe, lo emparenta con directores como Chaplin o Buster Keaton. Una muestra de pura comedia de slapstick que no está a la altura de cualquier iniciado. Atención. GERARDO LEÓN

También te puede interesar…

Víctor Erice

DEL VIERNES 21/11 AL VIERNES 20/12
La Filmoteca y la Cátedra Luis García Berlanga del CEU nos invitan a visitar la obra de uno de los realizadores más relevantes del cine español.

Tiempo compartido

VIERNES 22/11
Cineasta de múltiples registros, Olivier Assayas nos acerca ahora a su faceta más ligera dentro de su producción.

Acció Documental +

FINS DIMECRES 7/6
Cineclub d’ACICOM que projecta pel·lícules extretes del programa Docs del mes del festival de documentals Docs de Barcelona.

¿TODAVÍA NO TE HAS SUSCRITO A NUESTRA NEWSLETTER?

Suscríbete y recibirás propuestas culturales de las que disfrutar en Valencia.