Las niñas

Título original: Las niñas · Pilar Palomero · España · 2020 · Guion: Pilar Palomero · Intérpretes: Andrea Fandós, Natalia de Molina, Carlota Gurpegui…

Entre los muchos defectos que tiene el cine de autor patrio (no todo el cine de autor patrio, por supuesto) se encuentra un recurrente recurso, ya convertido en marca, a un maniqueísmo empalagoso a la hora de abordar ciertas cuestiones sociales o afrontar la revisión de nuestra realidad, ya sea presente o pasada. Un maniqueísmo que reviste a ciertas propuestas de un aura de compromiso ético o político, pero que hacen gala de un dudoso rigor y, sobre todo, de una todavía más dudosa eficacia como pretendido análisis de esas realidades que aspira a retratar. Debo de ser un bicho raro, pero nunca me interesaron ciertos relatos, como los de aquellos parados a los que no les importaba demasiado estar en paro de Los lunes al sol, de Fernando León de Aranoa, por poner un ejemplo. O el dibujo, aún más almibarado y más discursivo que realista de la prostitución de cintas como Flores de otro mundo, de Icíar Bollaín. O, ya en el plano histórico, si tomamos ejemplos recientes como la propuesta, casi caricaturesca, de Alejandro Amenábar en Mientras dure la guerra. Un cine, en muchos casos, más pendiente de ajustar a la ficción, usada como mero ornamento, un discurso previamente ensamblado que de indagar en esa realidad, siempre más difusa, escurridiza, sutil, contradictoria y compleja. En definitiva, más real. A esta nueva lista se une, para quien suscribe, Las niñas, opera prima de la directora Pilar Palomero.

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Querer construir un retrato de un cierto contexto sociológico, siempre dejará fuera muchos flecos por atender. Pero lo que creo que no es asumible es coger una parte de esa realidad, aislarla, darle la vuelta a conveniencia y luego presentarla como si fuera el todo. Y esto es, básicamente, lo que creo que encontramos en esta producción. Conviene ahora situar en el tiempo los hechos que narra esta película para que se comprenda, no solo la historia en sí, sino el nudo de lo que trato de exponer. De esta forma, y aunque, como veremos, por momentos no nos lo parezca, nos situamos, al menos, en el año 1992. Estrenada ya esta última década del siglo XX, una niña, Clara, acude a clase en un instituto católico frecuentado solo por chicas. Allí, en el aula (y fuera de ella), Clara descubrirá, a través de su relación con sus amigas y las hermanas mayores de estas, su verdadera identidad, amén de enfrentarse a los retos propios de esa etapa de la vida, al descubrimiento de su cuerpo, el sexo, unido al despertar al mundo exterior, a la cultura popular del momento, a la relación con los chicos, todo ello en oposición, como suele suceder en toda cinta de iniciación que se precie, al desbaratado orden que imponen los adultos que la rodean.

Peca el guion de Palomero de una rigidez que, como espectador, se siente como una coraza y que agarrota las situaciones que plantea, así como entorpece un desarrollo más sólido, orgánico y, sobre todo, fundamentado de la evolución de sus personajes. A la directora zaragozana le importa más el discurso que el relato, lo que hace que todo quede, de esta forma, artificiosamente condicionado. De hecho, podríamos decir que Las niñas es más una sucesión de estampas que una historia en sí. En la suma de esas escenas, espera la directora dejar expuesto su “mensaje” o reflexión. Un prólogo y un epílogo que giran en torno a una situación determinada (que no describiremos para evitar el spoiler), darán apariencia de coherencia y continuidad al conjunto.

Vaya por delante que la apuesta de Palomero por esta estructura me parece arriesgada y demuestra en el empeño mucha seguridad y solvencia, sobre todo si tenemos en cuenta que hablamos de una primera película. Creo, además, que, en ciertos aspectos, logra de largo, con esta estrategia, lo que pretende. En un primer término, podríamos decir que Las niñas es un relato de superación y madurez. Esto nos queda meridianamente claro. Tras esa sucesión de escenas, sabemos que la Clara del último plano de la cinta no es la misma que la del principio. Algo no es igual. Al comienzo, es una niña obediente que no se plantea las reglas de ese mundo al que pertenece. Cuando termina el periplo que nos propone la película, Clara parece cuestionarse ya todo ese entramado de deberes y obligaciones al que la someten e, incluso, tanto su mirada como ciertos gestos nos dan a entender que ha iniciado un conato de rebelión. Sin embargo, es en la forma que Palomero articula los mecanismos internos de ese proceso donde encontramos las mayores debilidades de este trabajo.

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El texto de base de Las niñas parte de lo particular para llegar a lo general, en este caso, un esbozo de la generación que pasó su pubertad a comienzo de la década de los 90, de su educación intelectual, sentimental, cultural y, especialmente, de su formación frente al sexo, punto central de la cinta y que articula lo que la directora plantea como un orden opresivo marcado, sobre todo, por la influencia de la religión católica. Palomero parte de una tesis inicial: esa educación condiciona, en lo concreto, el desarrollo de Clara, pero, más allá, el de toda esa generación a la que hace referencia, que es la suya. El problema es que, para demostrarlo, selecciona de tal forma esos instantes clave que articulan el discurso que no deja de notarse la mano de su hacedora hasta el punto de que las reacciones de los personajes no se ajustan tanto a sus caracteres como a ese mensaje que nos quieren transmitir. De ahí la rigidez del texto y, finalmente, de su traslación a la pantalla. Y es una lástima porque (algo poco frecuente en nuestro cine), Palomero cuenta con un grupo de actrices infantiles que, a pesar de las dificultades que ella misma les impone, ofrecen una gama alta de posibilidades. Como decíamos, el artefacto discursivo se impone al de la ficción.

Para Pilar Palomero, la generación de los 90 estuvo fuertemente condicionada por la férrea presencia de esa moral e influencia de la educación católica, no solo en el ámbito de la educación, también en su aspecto social. Pero, ¿fue realmente así? Hablamos de los años 90. Aunque para los más mayores seguro que no había pasado mucho tiempo, para los nacidos durante los 70 y 80 la Transición española era un acontecimiento ya lejano y del que no guardarían una vivencia íntima. Desde entonces, España había entrado en tromba en la modernidad, hecho que quedó fuertemente plasmado, especialmente, en la cultura popular a la que, de forma algo torcida, como veremos, hace referencia la película, y de ahí a los usos y costumbres sociales. Es difícil excluir de esa ecuación la presencia de la Iglesia, claro, pero lo que no cabe duda es que su influencia cultural y, especialmente, en lo moral, hacía mucho tiempo que había perdido la fuerza de la que disfrutó en etapas anteriores. Incluso para aquellos que habían estudiado en centros católicos (y servidor tuvo la “fortuna” de pasar por ahí) su presencia en lo cotidiano y, por lo tanto, en el carácter y la formación como individuos de esas generaciones era ya más decorativa que efectiva. Repito, hablamos de los 90. Ya antes, en los 80, habían pasado demasiadas cosas y a una velocidad casi inesperada.

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Para que a Palomero le cuadre ese retrato debe separar el espacio que le sirve de modelo para hacer su exposición, de la realidad que, aquí, queda fuera de esas aulas y ese contexto social que describe. Antes que nada, decir que la autora cae en ciertos anacronismos que convendría destacar, no tanto por señalar errores, como para demostrar dónde nos encontrábamos realmente. Palomero hace un curioso mejunje de referencias culturales. Así, en las paredes del cuarto de una de las niñas protagonistas pueden verse posters de un joven Johnny Depp junto a fotografías del grupo de pop ochentero Duran Duran. Pero entrada ya la década de los noventa el grupo británico hacía ya al menos cuatro años (que no son pocos, en lo estético) que había cambiado sus registros dejando de lado su aura de grupo de adolescentes y bandas como Nirvana hacía ya un año que había sacado su primer disco, Nevermind, hecho significativo de por dónde iban los tiros por esos tiempos. Con ese mismo sentido descriptivo, Palomero pone el cartel de una conocida campaña de publicidad que invitaba al uso del preservativo en la marquesina de la parada del autobús al que se acerca una de las monjas del instituto de Clara, para dar así cuenta del contraste y reforzar esa idea de represión a la que hace referencia. Pero esa campaña tuvo lugar dos años antes, lo cual no es poca cosa. En el anuncio televisivo que acompañaba a esa campaña, un profesor de instituto, precisamente (público, se presupone), trataba de averiguar quién era el propietario de un preservativo que había encontrado. Ante el posible castigo y como respuesta, se tropezaba con la reacción unánime de un aula que, en solidaridad, se presentaba al completo como propietaria del condón acusatorio. Hay relatos que vienen a dibujar una fuerte reacción social contra aquella campaña, pero, si hago memoria, yo no lo recuerdo y, más bien al contrario, mirábamos todo aquello con franca indiferencia. Dejando de lado este hecho, conviene distinguir el tipo de aula que retrata, en la propia época, el spot, y el bosquejo más bien tirando a apolillado que quiere colarnos la autora. Sí, hubo reacciones contrarias, pero la mayoría de la sociedad, especialmente los jóvenes, estaba más que preparada para ese tipo de mensajes. Hablamos de la España que ya había escuchado en la generación anterior a grupos como Mecano o Hombres G, pero también a La Polla Records y tantos otros que no viene al caso listar aquí. Si hablamos de contexto social, la España de los 90 ya empezaría a conocer qué era eso de la corrupción política (caso Guerra, 1991) y el sueño progresista del PSOE de Felipe González estaba empezando a deshilacharse. Y sí, como bien reseña la cinta, Chimo Bayo (figura para mí incomprensiblemente reivindicada en estos tiempos), ya hacía su agosto en la discoteca El Templo de Cullera con temas de triste recuerdo, pero lo que importa ahora es preguntarnos, ¿dónde estaba la influencia de la Iglesia en aquella juventud que se ponía hasta las trancas (de cualquier cosa que pudiera tomarse) en la oscuridad de una discoteca de playa? Ni idea. Incluso la propia Clara, en un futuro no muy lejano al de la ficción, muy probablemente acabaría, junto a su grupo de amigas, en una de esos centros de la música tecno, un día cualquiera, a las primeras luces del alba, sin saber dónde se encuentra, la cabeza a punto de estallarle tras toda una noche de trasiego de barra en barra y quién sabe con qué productos químicos metidos en su cuerpo. Me pregunto qué recuerdo de la educación de las monjas le habría quedado en ese caso.

Siguiendo una moda reciente, Pilar Palomero rueda su cinta en formato cuadrado, pero si bien este recurso es empleado por ciertos autores con la intención de restringir y dirigir la mirada del espectador (véase el juego inteligentísimo de El hijo de Saúl de László Nemes), aquí le sirve a la directora para crear una barrera que aísle a sus personajes y, con ello, nuestro recuerdo, de la realidad que palpitaba en su momento frente a esta otra realidad creada por la autora y asegurarse, así, que no contamine su discurso. De esta forma, retirados a un lado unos referentes culturales que solo sirven como una especie de álbum de cromos nostálgicos, lo que nos describe Las niñas es un mundo más propio de los años 50 que de la sociedad que tendría lugar ¡cuarenta años más tarde! Un mundo de niñas vestidas con uniforme, redacciones en las que se cantaban las alabanzas y el amor hacia Dios, de coros de iglesia, de monjas acartonadas de carácter hosco, etc. En una de las secuencias más sorprendentes, las niñas se someten a una sesión de cine donde, en una pantalla (¿no existían los videos?) deben ver la película de Ladislao Vajda ¡Marcelino pan y vino!, un referente deliberado y en absoluto baladí. No digo que todo esto no sucediera, pero, ¿era realmente representativo? Y lo más importante, iniciado ya el camino hacia el siglo siguiente, ¿de verdad fue tan determinante? Para rizar aún más el rizo, conviene detenerse en el personaje de la madre de Clara (los hombres no aparecen en la película, no sé con qué intención), madre soltera, repudiada por ello por su familia que, casualmente, vive en un pequeño pueblo rural, lejos de la ciudad de Zaragoza donde ella reside (o a la que ha escapado). Pero ni los pueblos del Aragón de entonces vivían ya tan aislados de esa modernidad imperante (sus hijos se tomaron muy en serio eso de ponerse hasta arriba de lo que pillaran cada fin de semana), y aunque hubiera sido causa de comentarios, no creo que hubiera sido víctima del tipo de rechazo que muestra la película, una trama que parece rescatada de una película de Juan Antonio Bardem. Una madre repudiada, en teoría, por no cumplir con lo establecido, pero que se muestra más severa que las propias monjas a la hora de obligar a su hija a someterse al rigor de las normas que impone el centro para, más tarde, dejarle que coja la revista Interviú ¡para hacer los crucigramas!, y luego liarse a rezar, devota, delante de la tumba de su padre. Un artificio difícil de asumir como representación entre los muchos ejemplos a los que recurre la película.

Las niñas es una cinta que bebe y copia en muchas escenas (la secuencia del tabaco, la proyección del cine, las revistas porno, el propio tono iniciático y “rebelde”) de Adios muchachos de Louis Malle. Pero donde el director francés tomaba un contexto para hacer una reflexión (sobre la vida en la Francia ocupada en la Segunda Guerra Mundial y el juego de traiciones y poder que aquello supuso en el seno de las relaciones en la sociedad francesa), aquí sucede exactamente lo contrario. Palomero asume una reflexión, y luego construye el contexto adecuado. Ahora bien, para que todo le cuadre, debe dejar fuera a la realidad. Así, cuando acaba la película, me surgen varias dudas. ¿De qué nos habla la autora? ¿De su propia experiencia? ¿O acaso pretende hacer cierto alegato social o político referido a un momento de nuestra historia reciente? Lo primero tiene poco recorrido, por ser un caso demasiado particular, una anécdota que no nos afecta como espectadores, dejándonos fuera de la trama. Lo segundo no lo encuentro representativo y creo que responde más a un prejuicio que a la realidad vivida en una época concreta por una sociedad concreta. GERARDO LEÓN

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