Invisibles & La candidata perfecta

Título original: Invisibles · Gracia Querejeta · España · 2020 · Guion: Antonio Mercero, Gracia Querejeta · Intérpretes: Emma Suárez, Adriana Ozores, Nathalie Poza, Blanca Portillo…

Título original: The Perfect Candidate · Haifaa Al-Mansour · Arabia Saudí · 2019 · Guion: Haifaa Al-Mansour, Brad Niemann · Intérpretes: Mila Al Zahrani, Nora Al Awadh,  Dae Al Hilali…

Fue Woody Allen quien, allá por mediados de los años ochenta, construiría el retrato de la mujer cosmopolita contemporánea. En la brillante Hanna y sus hermanas, Allen nos mostraba a un grupo de mujeres que buscaban su lugar en el mundo y se preguntaban por su futuro profesional, existencial y sentimental. Un mundo, como casi siempre en el cine de Allen, de idas y venidas sin un rumbo preciso, de dudas y contradicciones, de incertidumbres, en definitiva. La sombra de la obra de Allen se ha proyectado a lo largo de las décadas en todo tipo de autores y producciones, desde largometrajes a series de televisión, que vieron en su trabajo, superadas las lógicas diferencias estéticas generacionales, un referente. Y ahí sigue.

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En Invisibles, la realizadora madrileña Gracia Querejeta nos sumerge en la vida de otras tres mujeres, Julia, Elsa y Amelia, tres amigas de toda la vida que se reúnen en un parque cada jueves por la mañana para pasear y hacer algo de ejercicio. Mientras caminan, antes de ir al trabajo, hablan entre ellas de casi todo: de la aparente crisis en la relación de Amelia con su novio y su ingobernable hijastra, de los conflictos de Julia con sus alumnos, o de los problemas de Elsa con su jefe que, según dice, intenta ligar con ella. Pero, por encima de las particularidades de cada caso, las tres mujeres se enfrentan a un hecho que las afecta a todas. Pasada la década de los cincuenta, las tres se sienten invisibles, como reza el texto de la cinta, no solo para los hombres que, según ellas mismas exponen, las han descartado ya como posibles sujetos de sus deseos, también para el resto del mundo al que parece que le han perdido el ritmo.

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Cabría destacar en la nueva producción de Querejeta el esfuerzo que realiza por llevar al espectador al terreno de lo cotidiano. Se echan en falta en el cine español y, especialmente, en un cierto cine autoral, relatos que nos hablen de manera honesta de los conflictos del ciudadano corriente, un cine que sitúe el punto de mira en las pequeñas guerras diarias, que ponga los pies en la tierra y nos sirva de guía y referente para comprender, siquiera un poco mejor, este complejo mundo que nos ha tocado en (buena o mala) fortuna. Y es ahí precisamente donde Querejeta pone su foco, en el peso que supone dirigirse a uno mismo en un mundo sin respuestas, sin un manual de instrucciones claro y donde cada uno se las apaña más bien como puede. En Invisibles, quizá su proyecto más honesto y menos almibarado, Querejeta nos dice que, más pronto que tarde, todos metemos la pata de una manera o de otra y que ese meter la pata es inevitable. Y está bien que sea así. ¿Qué hace que Amelia siga con un hombre que no la quiere solo porque teme quedarse sola? ¿De dónde procede ese rencor que siente Julia por casi todo? ¿A qué viene esa obsesión de Elsa porque su jefe reconozca que la desea? Cada pregunta tiene su respuesta inmediata, pero eso no quiere decir que obtengamos de ello una solución definitiva. Como en el cine de Allen, se trata simplemente de reconocer y reconocernos que los caminos de la vida están llenos de baches que no sabemos cómo sortear. Nos dice Querejeta que no somos perfectos (aunque lo pretendamos y nos veamos como tales ante los problemas que sufre el de al lado), que no estamos hechos de hierro y, muy al contrario, por una razón u otra siempre acabamos tropezando en las piedras que nos pone la vida (cada uno carga con la suya), que es muy fácil ver la paja en el ojo ajeno, pero lo de la viga en el propio ya es otro cantar, que siempre estamos dispuestos a dar consejos para otros sobre lo que deben hacer, pero que, por muy listos que nos creamos, no somos capaces de dar para nosotros mismos con la receta apropiada.

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Le pesa a este trabajo, sin embargo, algunas cuestiones no del todo resueltas que, creemos, de haberse tratado con algo más de ambición, nos habrían ofrecido una pieza más consistente y duradera en nuestro recuerdo. Culpa de ello señalamos, en primer lugar, a una manera de dialogar excesivamente literaria o teatral que pesa como una losa y disloca las premisas naturalistas a las que parecía abocarse el trabajo. Cierto es que esa impostura va quedando en parte compensada según las tres actrices protagonistas le van cogiendo el tono al texto, aunque no logramos librarnos nunca de esa sensación de irrealidad que permea la cinta y que nos aleja de convertir a esos personajes en mujeres de carne y hueso. Y puede que esto haya sido intencionado por parte de los autores, pero la fórmula no encaja con el nudo de la propuesta. Hay algo en el libreto de Gracia Querejeta y Antonio Mercero, su co-guionista, que resulta forzado y que afecta a la construcción psicológica de sus personajes. Lícito es que, a la hora de llevar sus tribulaciones a la pantalla, los autores hayan tratado de hacer el retrato de un amplio espectro de caracteres y problemáticas, tanto psicológicas como existenciales. En la confrontación entre diferencias radicaba parte de la gracia del asunto. Pero la construcción, el dibujo íntimo de estos caracteres se hace a ojos del espectador demasiado evidente, demasiado intencionado, dejando por el camino la espontaneidad. Si en la obra de Allen todo fluía de manera orgánica, viva, desde dentro de la propia estructura del relato, aquí (y este es un defecto demasiado frecuente en nuestro cine) todo parece como descoyuntado, como adherido por un pegamento pasado de fecha. Las piezas quedan unidas, pero se dejan ver las costuras, el aparato. Flaco favor se hace la autora a la hora de incorporar, así, otros elementos de refuerzo, como el personaje que interpreta Pedro Casablanc que, además de recordarnos a otros muchos personajes similares ya trillados en el cine, poco aporta a la historia. O la aparición estelar de Blanca Portillo, cuya participación deja al desnudo el intento (innecesario) de los autores por sumarse a las corrientes políticas imperantes y que solo añaden más impostura al artefacto. Resumiendo: una de cal y otra de arena.

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El nombre de Haifaa al-Mansour saltaba (discretamente) al panorama internacional tras la realización de su ópera prima, La bicicleta verde. Aclamada como la primera película rodada por una mujer en Arabia Saudí, el debut de Al-Mansour brillaba a ojos de este cronista más por sus valores políticos que por los estrictamente cinematográficos. En su primera obra larga, la directora saudí demostraba mejores intenciones que pericia, un relato sin grandes fisuras, pero poco ambicioso tanto en las intenciones como en su construcción dramática y formal.

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Tras un breve paso por USA y Reino Unido donde rodaría, entre otras, Mary Shelley, cinta en torno a la autora de Frankenstein, Haifaa al-Mansour volvía a su país para rodar La candidata perfecta, una pieza que pone a la directora tras su primer trabajo largo con el que, por propuesta y propósitos, queda directamente hermanada. Aquí, la protagonista es Maryam, una joven médica que trabaja en un modesto hospital de una ciudad pequeña. A pesar de su preparación, Maryam debe enfrentarse cada día al desplante de sus compañeros, que no siempre parecen confiar en sus capacidades, y los prejuicios de algunos pacientes varones que, por puro prejuicio, se oponen a ser atendidos por ella. Pero las cuitas de Maryam no terminan aquí. Consciente de la precariedad en la que se encuentra el hospital en el que trabaja por la falta de algunas estructuras básicas, Maryam reclama al ayuntamiento que tome cartas en el asunto. La única respuesta que recibe será el silencio despectivo. Pero una serie de casualidades (de las que no es ajena su condición dependiente como mujer), Maryam se encuentra ante la posibilidad de presentarse a las elecciones a la alcaldía de la ciudad. Aunque no cuente con ningún apoyo previo, la joven médica ve en ello una oportunidad de alzar la voz contra el desamparo político al que se ve sometida.

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Con estos elementos, Haifaa al-Mansour construye un cuento que quiere ser espejo de la situación de la mujer en la cultura saudí. A los recelos que provoca en el trabajo, Maryam debe enfrentarse ahora a un entorno social que no parece concebir el hecho mismo de que una mujer ocupe cargos de decisión. Pero los dardos de Al-Mansour no se solo se dirigen contra aquellos que se oponen abiertamente a su idea, sino contra aquellos que también lo hacen con su silencio. Cierto es que en una sociedad como la que nos describe, pocas opciones hay de expresar cualquier opinión disidente, imponiendo el consenso por la vía del miedo colectivo y la presión burocrática, pero eso no deja exento a todo el mundo de asumir su propia responsabilidad individual. Pero la cinta no se queda ahí, dirigiéndose hacia una estructura que afecta a todos los aspectos de la vida cotidiana. Así, mientras Maryam confronta todas estas batallas, su padre comienza una gira de conciertos con un grupo de música tradicional que lidera. El hecho, lejos de ser una anécdota intrascendente, da cuenta de hasta qué punto la falta de libertades afecta al espíritu y el ánimo de toda una nación. Prohibidas durante mucho tiempo las expresiones artísticas musicales, los conciertos provocan una auténtica explosión emocional entre los asistentes, hecho sobre el que la directora pone especial énfasis, no solo como denuncia, sino como declaración de intenciones. Debajo de los burkas y las tradiciones, existe una sociedad que, cuando se le da la oportunidad, expresa su verdadero carácter, alegre y jocoso.

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Como ya sucedía en La bicicleta verde, quizá el mayor problema de esta producción lo encontramos, de nuevo, en un relato plagado de buenas intenciones, pero demasiado superficial en sus planteamientos, hecho que le hace caer en un excesivo didactismo. No es que el mensaje esté mal, pero las coordenadas dramáticas y argumentales, de tono, por las que transita Haifaa al-Mansour depara pocas novedades a un espectador occidental (al que quizá se dirige especialmente) bastante entrenado en cierto tipo de tramas. No hay sorpresas aquí, ni formales, ni argumentales. Todo encaja finalmente e incluso la derrota se acaba convirtiendo en una feliz victoria. No hay matices ni contradicciones y, al final, incluso el más duro opositor acaba por convertirse a la buena causa. Todo esto hace de la experiencia un paseo sin altibajos, formal e intelectualmente plano, al no suponer para el espectador ningún tipo de reto. Nada nuevo que descubrir, en esencia, más allá de la mera confirmación de la imagen que ese mismo espectador ya tiene en la cabeza antes de entrar a la sala. GERARDO LEÓN

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