Título original: Persischstunden · Vadim Perelman · Rusia · 2020 · Guion: Ilya Tsofin · Intérpretes: Nahuel Pérez Biscayart, Lars Eidinger, Leonie Benesch…
Título original: Håp · Maria Sødahl · Noruega · 2020 · Guion: Maria Sødahl · Intérpretes: Stellan Skarsgard, Andrea Bræin Hovig, Elli Rhiannon Müller Osbourne…
En lo que se refiere a retratar la intervención nazi durante la Segunda Guerra Mundial, el cine comercial ha apostado por dos grupos de películas que, con sus diferencias, han venido a fijar las guías maestras que han imperado en la industria durante las dos o tres últimas décadas. En el primer grupo, estarían cintas como La lista de Schindler del norteamericano Steven Spielberg y El pianista de Roman Polanski. Ambas películas impusieron tanto su planteamiento visual, próximo a un pretendido hiperrealismo, como la idea de situar el centro de la historia sobre unas líneas que cambiaban los grandes sucesos por la lucha de las víctimas particulares por sobrevivir al Holocausto, así como una serie de patrones en la construcción de sus personajes que quedarían como modelos, prototipos, hoy universalmente asumidos, que nos “expliquen” las razones de aquello que sucedió. El otro grupo vendría marcado por películas como La vida es bella de Roberto Benigni o El niño con el pijama de rayas de Mark Herman, en las que se cogían esos elementos para construir una especie de cuento moral infantil o melodrama de baja carga dramática, mucho más digerible para un público al que se pretendería concienciar, entreteniéndolo. A mitad camino entre estos dos modelos, se presenta El profesor de persa de Vadim Perelman.
Nos encontramos en la Francia ocupada por los nazis, en el año 1942. Un comando de soldados del Reich captura a un grupo de judíos. Entre ellos, se encuentra Gilles, un hombre que, por lo que se percibe, se ve sorprendido por los acontecimientos. En mitad del miedo y el hambre a los que aboca la guerra, pero animado por la compasión, Gilles ofrece a otro de los detenidos un trozo de un bocadillo que lleva oculto entre sus ropas. A cambio, el otro hombre le entrega su única propiedad, un objeto aparentemente inútil en este contexto: un libro escrito en lengua farsi. El comando que conduce el camión se detiene y saca a los presos, que alinea en el linde de un bosque para su despiadada ejecución. Guilles se hace pasar por muerto, pero la treta no engaña a sus captores. Cuando éstos se disponen a rematarlo, él replica que no es judío, sino persa, y ofrece, como prueba, el libro que le dio su compañero, ahora fallecido. Y aquí vendrá la casualidad a interceder en su favor, pues uno de los mandos del campo de prisioneros del que proceden los soldados, busca un profesor de farsi para que le enseñe el idioma. Guilles le sigue la corriente y, así, entrará a trabajar para el oficial. El problema es que, como todos sabemos, Guilles desconoce una lengua que ahora tendrá que inventarse para salvar su vida.
Para construir su propuesta, y siguiendo con lo expuesto al comienzo de esta crónica, Vadim Perelman ha ido tomando elementos de cada uno de los dos modelos que prefiguran las obras que mencionábamos antes. De El pianista, toma a su personaje principal, un hombre corriente que bien podría parecerse (físicamente, incluso) al Wladyslaw Szpilman de Polanski. Guilles es un ser inocente, personificación de todo lo bueno de la humanidad frente al mal en estado puro que le rodea. Ese mal está encarnado en Klaus, el oficial que lo protege (por interés), personaje que, sin llegar a ser tan retorcido, nos recuerda a aquel que interpretaba Ralph Finnes en la película de Spielberg. Además de estos elementos, El profesor de persa se acoge a una trama narrativa que plantea como mayor desafío el mismo paso del tiempo. Como sucedía en las cintas de Polansky y Spielberg, la supervivencia de Guilles depende de cuánto durará la guerra y si logrará perpetuar su engaño hasta que ésta termine. Mientras tanto, se enfrentará a una serie de situaciones que lo pondrán en la cuerda floja. Por otro lado, de las obras de Benigni o de Herman, Perelman acoge esa ambición por construir un sencillo cuento de fantasía moderno. Guilles es un alma que, frente al horror, todavía es capaz de mantener su capacidad para empatizar con los demás, poniendo en riesgo su supervivencia para salvaguardar la de otros.
Con El profesor de persa, Vadim Perelman ha construido un relato que quiere hacernos reflexionar sobre la posibilidad de preservar la pureza, incluso en las situaciones más desesperadas. Para Perelman, siempre existe una posibilidad para la fraternidad entre los hombres. La bondad triunfa sobre el mal. A esto, le añadimos el condimento del lenguaje. En medio de la incomprensión y el sinsentido, Guilles y Klaus construyen una lengua nueva que solo ellos conocen. Durante el proceso de aprendizaje, los dos hombres consiguen, por distintos motivos, proyectar sus esperanzas en el otro. Las lecciones de “farsi” los aíslan, así, del resto del campo de prisioneros, lo que sin duda hace más soportable ese tormentoso presente. La metáfora está servida.
Sin embargo, donde la cinta de Perelman pierde potencia es en ese aroma a copia del que no consigue desprenderse. Y no es tanto por la mezcla en sí. Quizá lo que hace más evidente el diseño está relacionado, tanto con la dirección de actores y puesta en escena, como con su desarrollo dramático. Los nazis de Perelman, más que inspirados, parecen una mera caricatura de los de Spielberg, forzados, por su histrionismo, a expresar su maldad en gestos que no siempre resultan oportunos, así como su Guilles queda en un remedo demasiado enfático, obvio, del protagonista de la película de Polanski. Todo ello, queda apuntalado por un tratamiento de la fotografía y la composición que nos recuerda a las obras de estos dos autores que sirven de referencia (la presentación de Klaus, erguido frente a una ventana de su despacho e iluminado por un haz de luz que dibuja su figura en claroscuro, nos remite a La lista de Schindler). Pero lo que sin duda acentúa y arrastra estos problemas se encuentra en un argumento que, al no parecer decidirse por cuál de los dos modelos narrativos quiere optar, si el del cuento o el del relato realista, acaba lastrando la historia con soluciones difíciles de asumir para el espectador y que, en buena parte del metraje, ponen al borde del precipicio la verosimilitud (dramática) de los hechos. Como cuento no funciona, pues aquello que nos relata nos resulta demasiado serio. Y como relato realista, tampoco, pues todo nos parece demasiado extraordinario y, por lo tanto, inverosímil. En ese deambular de un extremo a otro o intentar tomar los dos, es cuando la cinta zozobra pues, en la memoria nos surge la impresión de un algo ya vivido que nos hace cuestionar qué nos descubre la película, como exploración del nazismo y como relato en sí.
En un terreno completamente diferente se presenta Hope, segundo trabajo largo de la directora noruega Maria Sødahl. En este caso, nos encontramos como Anja, una mujer madura que disfruta de una buena situación profesional como directora de una compañía de teatro, así como de una familia a la que aprecia y que la arropa. Pero el mundo de Anja se desmorona cuando le anuncian que las jaquecas que padece son causadas por un cáncer que se ha extendido por su cabeza. A partir de aquí, toda su atención se centrará en cómo abordar un hecho que, de repente, ha puesto fecha de caducidad a su vida. En este viaje, le acompañará Tomas, su ahora inseparable pareja y padre de sus hijos.
La cinta de Maria Sødahl juega sus mejores bazas, en primer término, en una puesta en escena sobria, sin malabarismos, pero sólida y eficaz. Una cámara que se pone al servicio de un guion que, a pesar de lo que diremos más adelante, camina en línea recta y sin titubeos en pos de sus pretensiones sin descarrilar en ninguna escena. La jugada de Sødahl, autora también del libreto, se revela, al acabar el relato, audaz. Hopenos acerca a un mundo de clase media alta que nos recuerda al cine y el universo de directores como Claude Cabrol, François Ozon o un Michael Haneke. Un mundo de individuos que viven en un entorno privilegiado, bien formados culturalmente, que residen en casas en el centro de la ciudad y a los que les asaltan interrogantes de corte existencial. Esto dispone al espectador hacia el drama, tratando de anticiparse a lo que sucede. Pero es en la forma en la que Sødahl esquiva esa anticipación donde el complejo tapiz que va tejiendo revela su fuerza. Nada es lo que parece o lo que esperamos.
A su favor, juega también un reparto encabezado por dos magníficos actores, Andrea Bræin Hovig y Stellan Skarsgård, que saben sacar y explotar, con enorme claridad y en equilibrio, el subtexto que yace bajo la superficie del libreto de Sødahl. A pesar de la premisa argumental y del conflicto que plantea, a la directora noruega no le interesan tanto los hechos, como apoyarse en éstos para lograr que el espectador toque la intimidad de sus personajes. Una vez nos ha metido en su mundo, ya no podremos salir. Y la tarea no es fácil porque Sødahl no se conforma con que entendamos qué se siente en una situación como la que enfrenta Anja. En el fondo, lo que pretende es que nos sumerjamos en el caos de emociones que la inundan. ¿Cómo afrontar la noticia de nuestra próxima muerte? Hope, arranca a pocos días de la celebración de las fiestas de Navidad. El relato se estructura, así, por jornadas. Con el paso de esos días, el ánimo de Anja va cambiando según van mutando sus esperanzas de curación (de ahí el título de la película). Su corazón pasa, así, del miedo por lo posible a la ilusión de lo improbable, de la aceptación de socorro a la impotencia por no poder resolver por sí misma sus conflictos, del amor al desprecio, del recelo a la expresión de confianza, del afecto al rencor, de los reproches al remordimiento… Y, sin embargo, todo funciona de forma coherente sin que nos perdamos.
Si nos preguntáramos qué quiere contarnos esta película, diríamos que Hope es un análisis minucioso de las relaciones de pareja. En este sentido, nos encontramos, al menos, con dos niveles de lectura. En un primer nivel, Hope nos habla de todo aquello que, en el fragor de la convivencia diaria, ocultamos, incluso, a los que tenemos más cerca de nosotros. Cuando arranca la cinta, Anja parece que vive una relación plenamente satisfactoria. Sin embargo, la crisis que se desata revelará que esto no es precisamente así. Puesta en una situación límite, resquebrajado su futuro, ya no hay excusa que sostenga mantener en silencio aquello que se esconde tras el devenir de lo cotidiano, es decir, todos aquellos litigios pendientes y no resueltos que se han ido acumulando con el tiempo. Rotos todos los plazos, acorralados ante lo que parece inevitable, ya no tiene sentido prorrogar su solución y todo brota desde las catacumbas de nuestros heridos corazones.
Pero, y aquí está lo mejor de esta película, en un segundo plano, lo que Maria Sødahl viene a revelarnos es qué es exactamente eso de tener una relación afectiva con otra persona. En este sentido, pone la atención en un hecho tan irrefutable como generalmente olvidado, tanto en el cine, como en la vida misma. Que la perfección no existe. Que todos tenemos defectos. Que nadie está siempre a la altura de lo que se espera de él o ella. Pero si, en el fondo, hay verdadero deseo de afecto y comprensión, esas imperfecciones quedan como lo que son: la huella de un día a día que no es sencillo, sino complejo, la marca de nuestra humanidad desenvolviéndose en este mundo tan humano que nos hemos construido. Y no hay más. Atentos al final. GERARDO LEÓN