40 Mostra de València: The flying meatball maker & Mom’s pale flowers

ANÁLISIS: SESIÓN 07

Séptima sesión de películas de la Sección Oficial de la 40ª edición de La Mostra de Valencia que, en lo que toca a este espacio, llega a su fin. Cuenta The flying meatball maker del director turco Rezan Yeşilbaş la historia de Kadir, un hombre de mediana edad que regenta un negocio de venta ambulante de comida. Kadir tiene, además, un sueño: volar. Y no de cualquier manera, en un avión, por ejemplo, sino por sí mismo. Para ello, cada día abandona la ciudad para practicar con un enorme parapente que ha adquirido y que carga  a todas horas en el maletero de su coche. Pero es obvio que él solo no logrará dominar la técnica, así que se busca la ayuda de dos jóvenes que van a instruirle. El problema es que su familia no parece aceptar bien esta aparente obsesión y, preocupados por el qué dirán en una comunidad implacable al juicio de las apariencias, le harán la vida imposible.

Destaca este segundo trabajo largo de Rezan Yeşilbaş por un guion limpio como un cristal. Un texto en el que fondo y relato conviven de manera orgánica, sin fisuras. De lo particular a lo general, tres son, al menos, las cuestiones que aborda esta película. En lo más próximo, la cinta de Yeşilbaş nos propone una reflexión sobre las expectativas de la vida. Kadir es un hombre sencillo. Cada día monta su puesto de comidas y se afana en un trabajo duro y poco satisfactorio junto a Huseyn, su ayudante, otro hombre apasionado (por el fútbol). Pero a pesar de su edad (intuimos que ha pasado de los 50), Kadir no se ha resignado a cumplir con un sueño que, descubriremos, alberga desde su infancia. ¿Y por qué tendría que hacerlo?, nos incita a pensar Yeşilbaş. ¿Quién dice cuándo se acaba la vida? ¿Cuándo termina la ilusión? Desde este punto de vista, su historia es la historia de una pequeña revolución, modesta si se quiere, íntima, pero, en estos tiempos que corren donde la juventud parece consumirlo todo, revolución, en cualquier caso.

Pero Kadir no está solo en este trance. A su lado está Azize, su esposa. Y aquí la película de Rezan Yeşilbaş nos regala una de las historias de amor más hermosas que nos ha ofrecido una pantalla de cine. En ese sentido, The flying meatball maker da una réplica contundente a buena parte del cine contemporáneo. Kadir y Azize forman una pareja tradicional, pero ni de lejos el cumplimiento de sus roles dentro de su relación supone para ninguno de ellos un calvario. Tienen sus problemas, claro que sí. Él se enfrentará a la incomprensión general. Ella a un mundo exterior que la presiona para que ponga su casa “en orden”. Pero, a diferencia de otros casos, su relación no se asienta en la mera confrontación, sino en la comprensión mutua. Sí, el camino estará trillado de contratiempos, de malentendidos, de falta a veces de comprensión de los sentimientos del otro, un proceso en el que ambos chocarán temporalmente, tratando (y ahí está lo valioso) de entender cada punto de vista, aunque no siempre será fácil y el riesgo de la ruptura asomará en el horizonte amenazando la harmonía. Como digo, toda una revolución.

Y más allá, de fondo, una sociedad cuyos valores tratan de imponerse a la pareja. Al sueño de Kadir, se opone, por un lado, un suegro que vive obsesionado con la imagen que su hija está dando ante la comunidad. Por otra parte, tenemos a su cuñado, un hombre enredado en negocios de compraventa de propiedades inmobiliarias, lo que hoy llamaríamos un “emprendedor”. Su cuñado quiere meter a Kadir en sus manejos, pero este se resiste. No le interesa. Con esta confrontación, Rezan Yeşilbaş nos propone una reflexión sobre dos formas de entender la vida. Una materialista que ensalza a las personas por lo que tienen, y otra que pone en juego otros valores menos elevados, más mundanos, como es el cumplimiento de esos pequeños sueños que nos mantienen vivos, otro tipo de riqueza. Rezan Yeşilbaş tiene claro de qué lado se encuentra.

Aunque en principio no lo parezca, The flying meatball maker es una película coral, y ahí Yeşilbaş demuestra una notable maestría en la construcción de un amplio retrato psicológico, mucho más elaborado de lo que supone una mirada superficial hacia su película. Desde los personajes protagonistas a los secundarios (algunos de los cuales apenas aparecen en una o dos escenas o solo son nombrados en una conversación), Yeşilbaş traza una instantánea muy precisa que no elude abordar contradicciones sin perder la coherencia.

Y todo ello surge, sobre todo, de una postura muy particular del director a la hora de construir una propuesta donde esos aspectos psicológicos emergen del desarrollo de las situaciones a las que se van a enfrentar estos personajes, no de juicios de valor predeterminados. De nuevo, como en Aisha can’t fly, el director turco se pone detrás de sus criaturas, no delante. Yeşilbaş se oculta, no dirige ni manipula, solo se ofrece como vehículo de lo que le exige la propia historia. Es la realidad de los hechos (según afirmó Yeşilbaş en rueda de prensa, esta historia está basada en un caso real), de eso que llamamos experiencia de la vida la que nos sirve de guía, no un prejuicio moral. Lo que no quiere decir que no haya, como decimos, una reflexión, pero esta surge en el espectador ante los visto y vivido, no de una voz superior que “dice” y organiza nuestra mirada. Ayuda a todo ello una realización que se mantiene en ese mismo tono discreto y que se concreta en la prodigalidad de planos medios y generales en los que los personajes se mueven con naturalidad, sin subrayados visuales. Yeşilbaş ni siquiera acude al recurso de la música para exaltar las emociones. No le hace falta, esa es su virtud. Una película deliciosa.

Esa búsqueda de la proximidad se encuentra también entre los propósitos de la producción también turca (es el país más representado en esta edición de La Mostra) Mom’s pale flowers del director Ali Cabbar. Nos sitúa esta película en un momento muy determinado de la vida de Bahadir, un director de cine que regresa a su pequeño pueblo natal para ayudar a su madre en el trabajo de la recogida de unos campos de aceituna que posee su familia. Bahadir se encuentra en una difícil situación personal. Su empresa productora está al borde de la quiebra y se está cuestionando su futuro. En ese contexto, se encuentra de nuevo con Ahmet, un viejo amigo de la infancia que, en su ausencia, ayuda a su madre a cuidar sus terrenos, y Feride, una antigua novia que ha regresado al pueblo después de vivir un tiempo alejada. Confundido, Bahadir se plantea si regresar también al pueblo y retomar su relación con Feride. Mientras tanto, un terrateniente local está intentando apoderarse de todas las pequeñas explotaciones agrícolas como la que posee la familia de Bahadir. El negocio de la aceituna ya no da los réditos del pasado y las familias se ahogan en las deudas, lo que este sujeto aprovecha para comprar los terrenos a bajo coste. Acorralados también por los gastos, Bahadir y su madre tendrán que tomar una decisión.

Con esta premisa, Ali Cabbar traza una película que aborda muchas cuestiones, no todas de calado, como es la crisis del mundo rural. Aquí Ali Cabbar construye un relato algo afectado que cae en algunos lugares comunes en una pieza que replica el modelo de la lucha de David contra Goliat, y si bien la solución a este conflicto no se resuelve de la manera esperada, eso no quiere decir que el desarrollo resulte sorpresivo para el espectador. La historia se repite una y otra vez. De un lado, los pequeños agricultores, la supervivencia de la tradición. De otro, el avance imparable de una modernidad que acaba con todo, con los espacios y, sobre todo, con esa convivencia natural que todos reclamamos, pero que pocas veces defendemos. El tema, como decimos, es interesante, pero el planteamiento dramático de Cabbar es quizá demasiado esquemático y, por ello, previsible.

Más interesante si cabe se muestra la película cuando se acerca al plano más íntimo de los personajes. Dos temas articulan, en este sentido, la narración. De un lado, tenemos la relación entre Bahadir y su madre, una mujer tenaz que se opone a vender unos terrenos que han pertenecido a su familia durante generaciones. No será tanto la pérdida de las tierras en sí, como de unas raíces, de una relación humana que ahora se corta con su hijo. ¿Quién vendrá a visitar nuestras tumbas?, se pregunta Munevver, la madre de Bahadir, ante el retrato de su marido fallecido. Pero la pregunta no atañe solo a Manuvver, sino al propio Bahadir, de aquí en adelante, un hombre escindido. ¿Quién irá a visitar su tumba en el futuro?

Por otra parte, su relación con Ahmet y, sobre todo, con Feride, pondrá a Bahadir ante un espejo. Tras estar ausente del pueblo durante años, Feride regresa para el entierro de su madre. Será entonces cuando descubre que allí tiene el afecto que no encontraba en la ciudad y que siente como una ausencia importante en su vida. Ese afecto le hará entender cuál es su lugar en el mundo, como en aquella película de Adolfo Aristarain. Pero, ¿cuál es el lugar de Bahadir? Como el protagonista de The flying meatball maker, Bahadir abandona la casa de sus padres en busca de un sueño, convertirse en director de cine. Pero, ¿es esto suficiente? Atrapado en su propia angustia existencial, tendrá que escoger.

Ali Cabbar ofrece una propuesta irregular, que combina momentos muy íntimos con otros donde la forma se impone al relato. Al contrario que su compatriota Rezan Yeşilbaş, Cabbar sí recurre a todo tipo de subrayados, como es el uso de drones para crear algunas imágenes aéreas que pueden resultar vistosas, pero que no aportan mucho a un relato que se desarrolla a ras de suelo, y una música que resalta demasiado algunas escenas. Recursos que no necesitaba y que extravían nuestra mirada al hacer más evidente la mano del director, sobre todo en un cierre final que ha querido dejar deliberadamente abierto, pero que, en esta ocasión, requería un resultado más contundente, lo que se puede percibir como una falta de compromiso con nosotros, los espectadores. Dar soluciones a las tramas se puede entender como síntoma de manipulación por parte de un autor ante ciertos conflictos de corte humano, pero hay ocasiones, como esta, en las que se requiere una toma de postura más precisa. Un corte abrupto a negro que, como golpe de efecto, no genera la expectación esperada, sino una cierta frustración, no tanto porque, como espectadores, queramos que nos lo den todo trillado, sino porque, esta vez, parece más una salida cómoda para el director que una resolución artística. GERARDO LEÓN

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