40 Mostra de València: Orfeo & Aisha can’t fly away

ANÁLISIS: SESIÓN 05

Quizá una de las cosas más entretenidas que suceden en un festival de cine resulta de las curiosas asociaciones a las que nos aboca la organización de la programación. Así, poner dos o tres películas juntas en un mismo día apunta tanto a las intenciones de los programadores como a nuestra propia imaginación, que establecerá conexiones, relaciones, temáticas y formales, en un juego a veces impredecible o, incluso, caprichoso. En ese juego, se unen a veces en un mismo bloque películas con ciertas similitudes, lo que potencia tanto sus virtudes como sus flaquezas, como veíamos ayer. Otras veces se unen trabajos con planteamientos muy dispares entre sí, lo que no quiere decir que esas conexiones no puedan establecerse. Este es el caso de las dos sesiones que han coronado la quinta jornada de la Sección Oficial a concurso de La Mostra.

Nos acerca Orfeo, debut en el largometraje del realizador italiano Virgilio Villoresi, a una nueva interpretación del conocido mito griego. Basada en Poema a fumetti (poema en cómic o cómico) de Dino Buzzati, publicada en 1969 y considerada como la primera novela gráfica italiana, la película de Villoresi nos presenta a un joven y melancólico pianista llamado Orfeo que ha pasado la infancia imaginando historias fantásticas sobre una villa abandonada que hay al otro lado de la calle donde vive. Una noche, tras una actuación, Orfeo conoce a la bella Eura, de la que se va a enamorar. Pero justo cuando su amor está en su momento de mayor plenitud, Eura desaparece misteriosamente sin dejar rastro. Desesperado, Orfeo continúa con su vida hasta que, una noche, observa desde la ventana de su casa cómo la figura traslúcida de Eura traspasa, como un fantasma, la puerta de entrada de la villa misteriosa. Siguiendo a su amada, Orfeo tratará de traspasar la puerta para encontrarse con ella, introduciéndose en un universo de fantasía que lo llevará al mismísimo inframundo de donde la tratará de rescatar.

Con esta línea argumental, Virgilio Villoresi nos propone un juego barroco de técnicas cinematográficas que combina desde la imagen real, a la animación tradicional y el stop motion en un verdadero collage visual que transita entre el cuento gótico o romántico y el más puro surrealismo. Para construir su fantasía, Villoresi se ha entregado a la aplicación de todo tipo de manipulaciones visuales como homenaje o posición artística de partida a los orígenes del cine, lo que incluye el uso de decorados tradicionales para la elaboración de transparencias o dobles exposiciones, el uso de perspectivas y ópticas, entre otros trucos, en una pieza que ha sido rodada, además, en el clásico 16mm. Resultado de todo este arduo trabajo (la película ha tardado dos años en realizarse, según comentó Luca Vergoni, el actor que interpreta a Orfeo, en la rueda de prensa del festival) ha salido una obra a la que no le faltan referentes que reivindicar, de acuerdo con el propio director o aquellos que ya han podido verla desde su estreno en el Festival de Venecia, y que incluyen desde las fantasías psicodélicas de Alejandro Jodorowsky, el cine de Terry Gilliam, Dario Argento, Maya Deren, Kenneth Anger, los hermanos Quay, Fellini, Jean Cocteau, Luis Buñuel y creo que seríamos injustos si no mencionáramos al padre de todo esto, el imprescindible George Méliès.

Con estos ropajes, Virgilio Villoresi, con la inestimable colaboración de Angelo Trabace, el compositor de una subyugante banda sonora, ha puesto en escena una pieza que atesora una compleja imaginería que supone un reto para el espectador, que tanto proviene del comic original en el que está basada la película como de su propia aportación en el proceso de adaptación. Una obra que pone en el mismo plano el mundo real con la vigila, el de los vivos con los muertos, un submundo fronterizo, podríamos decir, muy alejado de nuestra percepción de la vida cotidiana y, sin embargo, muy apegada a esta. Como en el comic de Buzzati, tras atravesar la puerta de entrada, Villoresi sitúa este inframundo en la ciudad de Milan. Pero, como en el resto de elementos que entran en juego, es una Milán invertida, metáfora de esta convivencia entre el cielo y el infierno al que nos hemos referido y que, en una primera lectura, parece que nos remite el autor.

Valor simbólico o metafórico que impregna cada fotograma de la película y cuyo sentido último no siempre está claro, incluso, quizá voluntaria o intuitivamente, para el propio Villoresi, y que da como resultado una obra abierta y, por lo tanto, sujeta a todo tipo de especulaciones o, simplemente, a la propia libertad del espectador que queda expuesto con frecuencia a todo tipo de sensaciones, fruto de su relación con las imágenes que discurren por la pantalla con gran alarde de prodigalidad. Así, en una de las escenas más reseñables de la película, Orfeo es invitado por una especie de espíritus (llamadas melusinas) a introducir su rostro en una charca para conocer la causa de la muerte de su amada. En esta escena descubrimos a una Eura atacada por una especie de araña que desgarrará su cuerpo. A qué representa esta araña puede ser tan concreto o ambiguo como uno desee.

Esta profusión de elementos visuales y simbólicos da como resultado una obra densa a la que sin duda le hace poca justicia un solo visionado, pero que quizá también adolezca de la falta de mesura, tanto en la práctica de tantas técnicas y estéticas que conviven en una sola obra, como a la medida de un tiempo dramático que se dilata en la sala a pesar de sus escasos 74 minutos de duración. Cabría también preguntarse a qué remite hoy para el autor reivindicar el propio mito de Orfeo. ¿Es una llamada a una especie de trascendentalidad? ¿Es una redención de la idea de amor romántico o es, por el contrario, un intento de puesta en escena de su imposibilidad? Muchas preguntas sin respuesta en torno a una pieza en muchos aspectos ambigua de la que, por momentos, uno tiene la impresión de sentirse fuera, como expulsado. Una propuesta que tiene más de reto para el propio autor en esa labor de trasladar a la pantalla la fantasía de la obra original en la que está basada que en establecer una conversación con la platea.

Mientras Orfeo nos llevaba por los terrenos de la abstracción y los dilemas del alma, la cinta egipcia Aisha can’t fly away del realizador Morad Mostafa nos devolvía los pies a la tierra. Cuenta esta perturbadora película las vicisitudes que va a sufrir Aisha, una joven inmigrante sudanesa que reside en un barrio marginal de la ciudad de El Cairo. Aisha trabaja como cuidadora para una oscura empresa que contrata sus servicios para atender a las necesidades de personas mayores. Cada día, Aisha se levanta de su catre en la lúgubre y desvencijada vivienda en la que reside y marcha por la ciudad a atender a unos clientes que, con frecuencia, abusan de ella. Como pago, recibe el dinero que le abona un contratador que intenta escatimarle su salario (a ella y al resto de mujeres, todas inmigrantes, que trabajan para la empresa). Pero, si esto no fuera suficiente, Aisha debe además lidiar con el líder de una banda de delincuentes que la utiliza para entrar a robar en las viviendas en las que trabaja bajo la amenaza de perder el piso en el que vive y quién sabe qué otros sufrimientos.

Como en Prometido el cielo (título que también encajaría en esta producción) la cinta tunecina de Erihe Sehiri, Morad Mostafa utiliza a su personaje protagonista como excusa para hacer un recorrido sobre la situación de la inmigración africana en el Egipto contemporáneo. La diferencia crucial está en que, donde allí la estructura de la trama se ponía al servicio del discurso hasta hacer demasiado evidente la estrategia, aquí ocurre al revés, es la fuerza del relato lo que nos lleva al debate.

Una diferencia que se traslada a distintos aspectos de esta producción. Como Sehiri, Mostafa entrega buena parte de la potencia de su relato a su personaje principal. Pero donde la directora francesa utilizaba a sus mujeres protagonistas como piezas de un puzle prestablecido, colocándose delante de ellas, Mostafa se sitúa detrás. Es Aisha la que nos guía a través de su mundo, no el director. El mensaje está, pues, en lo que ocurre por la sencilla razón de que pasa todos los días, no porque alguien ha puesto el dedo para señalarlo.

Un personaje principal mucho más complejo, a pesar de su mutismo (prudente, inducido quizá por el miedo), una mujer llena de contradicciones con las que el espectador tendrá que lidiar. No todo en la vida de Aisah es blanco o negro, pues el suyo es un mundo implacable en el que la supervivencia se impone a los principios morales lo que la obliga a hacer cosas que se sobreponen a ella. Un mundo donde la violencia está al pie mismo de la calle, presencia que ordena una estructura de dependencias que no deja otro espacio de salvación que la huída a otro país (para quien pueda permitírselo) o la muerte. Morad Mostafa rueda esa violencia de manera inteligente, violencia física, pero también violencia psicológica que anula o esconde nuestra propia humanidad.

De nuevo, el espacio se convierte en algo más que un escenario de fondo. Siguiendo con la comparación, si en la película de Sehiri todo se presentaba de un blanco luminoso, aquí el escenario es literalmente un estercolero. Paisaje de calles arrasadas por las guerras de bandas, pero también por una pobreza que lo ha corroído todo. Incluso las casas de los clientes a los que Aisha va a atender parecen afectadas por esta misma corrosión.

Un deterioro físico, también moral, que tiene su reflejo en los propios cuerpos de los personajes. De esta forma, Aisha sufre una erupción lacerante que cubre todo su vientre. No sabemos cómo ha contraído dicha enfermedad, pero lo que está claro es que sus condiciones de vida están muy relacionadas. Cuerpos devencijados como el del pobre cocinero al que visita de tanto en tanto y que le ofrece un plato de espaguetis, cuerpos que quedarán finalmente desperdigados por la calle cuando estalle una guerra que no tiene fin. Guerra, de nuevo, entre aquellos que no tienen nada para seguir ahí, en lo más bajo y que, curiosamente, simbólicamente, quizá represente para Aisha su salvación. O quizá no. Quizá mañana vendrá otro para sustituir a los muertos para seguir explotándola.

Como en la cinta de Virgilio Villoresi, Morad Mostafa, reticente a dar pistas de viva voz (algo en lo que sí cae el italiano) se apoya también en lo simbólico para reforzar su propuesta. De tanto en tanto, Aisha tiene la visión de un enorme avestruz que se presenta como una especie de fantasía o espíritu. ¿Un animal tótemico? ¿Su ángel de la guarda? ¿El heraldo de la muerte? Mostafa usa con sutileza este elemento para establecer, allí donde las palabras han sido retiradas, de enlace entre Aisha y el espectador en un juego de sugerencias realmente perturbador por su radical verismo.

Morad Mostafa ha realizado un trabajo de una crudeza brutal. Tanto es así que, según avanza la cinta, uno quiere llegar a los títulos de crédito para salir finalmente de este mundo. Y esto no lo digo como un demérito de este trabajo, sino al revés. Esa es precisamente su eficacia. Al encenderse las luces, una pregunta sobrevuela la cabeza del espectador: ¿cómo es posible? Y uno sale a la calle y siente pudor de sí mismo, que es el mejor homenaje que se le puede hacer a esta película. GERARDO LEÓN

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