No resulta fácil explicar el argumento de una película como Faruk de la directora turca Aslı Özge, que llegaba a la Mostra tras ganar el premio Feprisci de la sección Panorama del Festival de Berlín de este año. Y la razón de esta dificultad se debe, entre otras cosas, a que la cinta discurre por tantos meandros que, finalmente, no logra tomar un centro claro sobre el que pivotar.
Tenemos a un hombre mayor de 90 años llamado Faruk, como el título. Según nos cuenta la película, Faruk se encuentra en una encrucijada: una empresa constructora le ha propuesto, junto al resto de vecinos del edificio en el que vive, demoler sus casas para construir un nuevo bloque de viviendas con una estructura que esté mejor preparada para los terremotos, un problema frecuente en la región. En principio, los vecinos del edificio no entienden por qué deben emprender ese proyecto cuando no hace mucho tiempo que hicieron una serie de reformas que, se supone, solucionaban ese problema y que les había supuesto un desembolso económico importante. De hecho, Faruk no parece muy convencido de la operación, no solo por las molestias que supone tener que dejar su casa, también porque tendrá que buscar un nuevo alojamiento en el que residir durante el proceso de construcción de las nuevas viviendas prometidas. Y la verdad es que las condiciones que ofrece la empresa constructora, la distribución de la nueva casa, tampoco le convencen. Mientras, su hija Özge, directora de este proyecto, está rodando una película sobre todo el proceso.
Tratando de bucear en las imágenes y de acuerdo con lo que contaba la propia Özge tras la presentación de su trabajo, Faruk es una película que aborda, entre otras cuestiones, la problemática de la gentrificación en la ciudad de Estambul. De acuerdo con ese relato, las exigencias estatales de medidas preventivas contra terremotos ha incentivado la picaresca de empresarios y constructores que han alimentado, se supone, el desplazamiento de la gente más humilde de sus barrios. El problema, para entendernos, es que eso no aparece en pantalla.
Sí, tenemos una pareja de constructores que tienen muy mala pinta. En cada reunión que tiene con los vecinos, más que facilitarles las cosas, a uno se le antoja que están tratando de engañarles, empujándoles a cada paso para que acepten sus propuestas. Esta impresión no está motivada por la película, sino, como sucedía en Who do I belong to, por los prejuicios del propio espectador. A poco que uno haya tenido que verse envuelto en este tipo de situaciones, sabrá que en estas relaciones lo primero que surgen son las suspicacias y, generalmente, con razón. Pero, más allá de los esteriotipos, eso no quiere decir que la película nos de pistas de que esa desconfianza esté justificada. Al final del proceso, el edificio parece que sigue en marcha y los pisos serán entregados. A todos los vecinos, salvo (¡cuidado spolier!) a uno, al propio Faruk por razones ajenas a este conflicto y que, sorprendentemente, involucran a su hija, la directora de la película. Es en ese momento cuando, siguiendo escrupulosamente la narración, ese supuesto discurso contra la especulación inmobiliaria, se cae, y uno se pregunta de qué va todo esto, qué nos quieren contar.
Esto no quiere decir que Faruk, la película, no nos proponga alguna cuestión interesante, caso de la cuestión de la soledad y la indefensión a la que, con frecuencia, se encuentran las personas mayores al enfrentarse a la burocracia administrativa ante un estado que no le pone las cosas nada fáciles. Faruk, el personaje, está decidido a solucionar él solo sus problemas. No quiere molestar a su hija que se encuentra enfangada en el proceso de financiación de su película. Pero, poco a poco, veremos que la situación le va a ir desbordando. A su edad, la falta de energías, lo intrincado del proceso lo dejan anonadado hasta el punto de reconocerse a sí mismo que va a necesitar ayuda… de su hija.
Otra cuestión interesante nos remite a la idea de comunidad, vista en este trabajo como un grupo de sujetos que se mueve cada uno de acuerdo con sus intereses y gustos particulares. Basta acudir a una reunión de escalera de cualquier edificio del mundo para saber que es así. A cada pega que pone Faruk frente a los planos que le presentan los constructores, siempre hay un vecino que, convencido de la operación, tratará de presionarle para que acepte las condiciones. Pero, de acuerdo con lo que cuenta la película, si bien sospechamos de ello, tampoco nos queda claro si finalmente es malicia de los vecinos, tozudez del propio Faruk o las dos cosas al mismo tiempo. La duda hará que esta línea argumental se caiga también cuando lleguemos a la resolución final de esta historia.
Al principio de la película, Faruk se presenta ante la cámara de la directora mientras esta le da algunas indicaciones. Poco después, lo vemos paseando por la calle, mientras el equipo de rodaje registra sus movimientos. Al acabar la escena, la directora anuncia a su gente que hay que repetir la toma, pues parece que algo no ha salido bien. Esta idea de romper ese nivel de realidad de la película se repite varias veces a lo largo del metraje. Aslı Özge da a sus imágenes una estética de documental con la que pretende apropiarse de ese valor del género para imprimir veracidad a su relato, si bien, por otro lado, la directora se esmera en demostrarnos que todo lo que estamos viendo es un puro artificio. Sin embargo, este juego formal entre la apariencia y la realidad no aporta nada a la narración. Que el documental es un género que tiene mucho de impostura es algo que sabemos desde los primeros pioneros del cine. Pero eso no rompe de ninguna manera ni en todos los casos el efecto de ilusión. De esta forma estas interrupciones no reportan nada a la historia, más allá de un elemento estético, impuesto para incorporar al personaje-directora como una pieza más del argumento.
Un argumento que, comprendemos tras la intervención de Aslı Özge en la presentación de su película, podría haber seguido hasta mucho tiempo después. Y ahí, según dijo, sí aparecen esos elementos de especulación a los que dice que se refiere su película, en la realidad que se desarrolla fuera de la patalla. Pero, muy probablemente, el tiempo y los recursos (ha tardado siete años en completar esta producción), la obligaron a cerrar el relato, introduciendo un efecto sorpresivo que dará mucho que hablar, pero que no solo no encaja en el discurso de la directora, sino que desmonta sus intenciones. Un cierre en falso. Y es que si tienes que explicar, fuera de la pantalla, qué cuenta tu película, algo no va bien.
Maks es un abogado penalista que trabaja para un prestigioso bufete de abogados al servicio de Dinko Horvat, un adinerado empresario de su país. Al comienzo de esta historia, Maks y su socio han conseguido librar a Horvat de una acusación de asesinato. Pero Maks sabe que la absolución ha estado condicionada por un proceso judicial que ha sido amañado por el propio empresario, que ha comprado a los jueces. Perseguido por su mala conciencia, Maks se dispone a denunciar las fechorías cometidas Horvat. No es la primera vez que se le imputa un caso así. De hecho, todo el historial del empresario está trufado de otras denuncias parecidas de las que siempre ha escapado inpune. Pero enfrentarse a Horvat tendrá un alto coste para Maks. Por otra parte, el abogado se encontrará de nuevo con Nina, una antigua amante con la que reiniciará una relación, huyendo quizá ya de un matrimonio que hace aguas.
Este es el argumento de It all ends here, del director croata Rajko Grlić, viejo habitual del festival en el que ya participó por dos veces en su anterior etapa. Grlić traía una de las propuestas más convencionales de esta edición, un drama social con tintes de thriller basado en una pieza del escritor Miroslav Krleža publicada en 1938
Grlić lleva el texto al presente siglo para proponernos una radiografía de la situación política de su país. Tras la caída del comunismo y el desguace posterior de Yugoslavia, Croacia se convirtió de golpe en una democracia de partidos dominada por grupos de presión y oportunistas que harían el agosto enriqueciéndose a costa de sostener un sistema corrupto, carente de las garantías más elementales. Este mensaje articula la propuesta de Grlić. El problema con el que Maks se va a enfrentar no es que Dinko Horvat sea un empresario poderoso, es que sus tentáculos son tan profundos que casi parece erigido en un rey indestructible al que no se puede derrocar.
Rajko Grlić y su guionista Ante Tomić, elaboran un artefacto bien estructurado en el que las piezas encajan al servicio del conflicto. El problema quizá es que el enemigo que construyen es tan infranqueable que resulta difícil salir de la trama planteada de una manera elegante. Esta circunstancia, hace que la película se vaya convirtiendo poco a poco en un embudo al que solo le queda una salida. Una resolución, sin embargo, que resulta poco satisfactoria, una especie de deux ex machina, lógico por un lado, pero que da una impresión de solución quizá demasiado simple para el enredo en el que nos hemos embarcado. Y es que ese es precisamente el problema de los thrillers, que en la salida se encuentra todas sus virtudes o problemas.
No son criticables las intenciones de los autores, pero su dibujo de la situación que quieren describir se vuelve algo tosco en su desarrollo. Todo aquí suena a estereotipo del cine clásico: un hombre arrepentido por su pasado, otro hombre poderoso, una mujer fatal… It all ends here, mantiene el ritmo adecuado y logra que el espectador supere la hora y media de metraje sin demasiados contratiempos, pero no esconde grandes secretos que deslumbren, ni en el fondo ni en la forma, y que justifiquen su presencia en esta sección oficial. GERARDO LEÓN