39ª Mostra. Sesión 05: Backstage & Les enfants rouges

Superado el ecuador de esta edición de La Mostra, se vislumbran ya algunos elementos comunes en buena parte de las propuestas que conforman la programación de la Sección Oficial. Arrancaba esta quinta sesión del certamen con la producción marroquí Backstage de los realizadores Afef Ben Mahmoud y Khalil Benkirane, que llegaba al certamen un año después de su paso por le festival de Venecia. Cuenta esta película las vicisitudes de una compañía de danza que, tras una accidentada actuación, deben emprender viaje hacia la siguiente parada de su gira. En el trayecto, el autobús en el que viajan sufre un accidente, lo que les obliga a detenerse hasta que llegue la ayuda. Ha caído la noche y, después de ser abandonados por su conductor, los miembros de la compañía tendrán que reanudar la marcha por sus propios medios. Caminan así a oscuras por un bosque que se muestra como un territorio hostil. A lo largo del trayecto, quedarán expuestas sus diferencias, viejas rencillas, conflictos sentimentales que han corroído la convivencia entre ellos.

Tal y como comentaron los dos realizadores tras la proyección, Backstage es una película que se erige, en un primer termino, como un reconocimiento, precisamente, a la danza como forma de expresión, buscando a la vez articular una aproximación, según sus propias palabras, como no se había dado antes en el cine. Afef Ben Mahmoud y Khalil Benkirane realizan ese acercamiento no solo a través de las distintas performances que veremos a lo largo del metraje, sino tratando de que el espectador “entre” en el baile, que forme parte de él. Para ello convierten la cámara en un cuerpo más que acompaña a los bailarines en sus movimientos para dar al público la oportunidad de sentir que participa desde dentro, dotando, de paso, a cada gesto de una mayor expresividad, estableciendo unas conexiones emocionales que superen la experiencia del mero observador que mira desde la platea.

La búsqueda de ese vínculo más íntimo con el baile tendrá su reflejo en las relaciones que se establecen entre los personajes. De nuevo nos encontramos aquí en un espacio hibrido entre estilos, con elementos claramente teatrales, sazonados con buenas dosis de los mecanismos del relato de fantasía y la estructura clásica del género musical. Con estas premisas, los dos directores establecen un diálogo entre danza y desarrollo dramático en un camino de ida y vuelta en el que trama y movimiento se enriquecen entre sí hasta volverse, como explicaba la actriz y guionista Afef Ben Mahmoud en el encuentro con el púbico, indisociables. De nuevo, la forma otorga sentido, significado a la narración.

Así, este extraño viaje que emprenden los personajes no solo servirá de excusa para resolver sus problemas, sino que les dará la oportunidad para que cada uno de ellos vuelva a conectar con su trabajo, con un arte que es, al fin y al cabo, su propia forma de expresión, su manera de estar y conectarse con el mundo, lo que son. No puede haber baile si cuerpo y alma se encuentran disociados, si no hablan entre sí. Aida, la bailarina principal, sufre un accidente por culpa de Hedi, con el que tiene una relación, síntoma de que algo no funciona entre ellos. Nawel, la directora, trata de superar el duelo por la muerte de su marido, que se aparece en una serie de visiones en las que conversa con él. Al mismo tiempo, Ilyes, otro de los bailarines, trata de convencer a la joven Sondos para que acepte su propuesta de matrimonio, mientras ella se resiste, temerosa de ver terminada su carrera y sus aspiraciones en caso de quedarse embarazada, como él desea.

Backstage, sin embargo, no se queda solamente en una mera exploración de la trastienda del mundo de la danza contemporánea, tal y como describe el título. En una de las escenas más bellas de la película, el cielo nocturno se abre y la luna ilumina con fuerza un claro del bosque. A un lado, Nawel se encuentra con la imagen majestuosa de un ciervo que pace tranquilamente, ajeno a la presencia de la troupe. Inspirada por esta imagen que concecta con un yo más ancestral, Nawel comienza a bailar. Luego, la siguen el resto de miembros de la compañía. Pero, después de pasar algunas vicisitudes, su baile es distinto al de su última y desafortunada actuación. Hay una algo en sus movimientos, en la forma de expresarse, que parece diferente, más profunda y trascendente. No se trata de bailar por bailar, de repetir unos movimientos en un escenario. Se trata de cuerpos que, al fin, conversan consigo mismos y, luego con la misma naturaleza, cuerpos que conectan con un sentido último de la existencia, la de los personajes y la del espectador. Al fin y al cabo, la danza ha formado parte de todas las culturas desde que estamos en este mundo. ¿Por qué bailamos?, parecen preguntarse y preguntarnos los autores.

Como curiosidad, según explicaron los dos directores en la primera proyección de la película, cabría señalar que, si bien todos los personajes hablan en árabe, cada uno de ellos lo hace en un dialecto distinto. Este dato, imperceptible para el público occidental, dota de una nueva dimensión a esta historia, pues, como sucedía en Una película hablada de Manoel de Olvieira, a pesar de hablar lenguas diferentes, los personajes se entienden perfectamente entre sí. Una licencia fantástica que permite a Afef Ben Mahmoud y Khalil Benkirane llevar su propuesta hacia su verdadera reflexión. No es de extrañar, llegados a este punto, que la compañía de danza se llame precisamente “Sin fronteras”. Un alegato, al fin, a la tolerancia entre diferentes, a la comprensión mutua de nuestros cuerpos, pero también de las diversas visiones de ver la vida, una llamada de nuevo a construir comunidad en un nuevo mundo cada vez más diverso, pero forzado a convivir entre sí.

La segunda propuesta de esta quinta jornada de proyecciones de la Sección Oficial de La Mostra nos traía, a su vez, la segunda producción tunecina de esta edición. Presentada mundialmente en el festival de Locarno, Les enfants rouges tiene muchos puntos de conexión temática con Who do I belong to, cinta que habíamos visto en la jornada previa.

Nos sitúa la película de Lotfi Achour en algún lugar situado entre las Montañas Mghila, en el centro del país. Aquí, dos jóvenes pastores, Achraf y Nizar, conducen un modesto rebaño de cabras. En un momento dado, Nazir incita a Achraf a visitar un lugar especial que desea mostrarle. Los dos niños, despreocupados ahora del rebaño y sus obligaciones, disfrutan del baño en un pequeño riachuelo que recorre el fondo de un barranco rocoso. Luego, cansados de sus juegos, se ponen a descansar bajo la sombra de un árbol. Saben que la zona es un espacio prohibido, pero no les importa. Será entonces cuando los chicos son sorprendidos por unos hombres que los golpean violentamente. Aturdido, Achraf despierta tras el ataque. A su lado, yace el cuerpo de Nizar al que le han seccionado la cabeza. Desconcertado, Achraf obedece a los hombres que le dicen que, bajo la amenaza de perder su propia vida, debe llevar la cabeza de su amigo a su familia.

Como en Who do I belong to, Lotfi Achour nos enfrenta de nuevo a la presencia de grupos islamistas en Túnez. Pero si allí nos colocábamos del lado de los agresores, aquí nos situamos en el lado de sus víctimas. Achour recosntruye en su película un caso real sucedido en el año 2015, a pocos meses del ataque al teatro Bataclan, en Francia, y que iba a conmocionar a todo el país. La cinta se convierte, de este modo, en una denuncia sobre la incidencia del islamismo radical, un canto contra la violencia que, si bien se mitiga en la pantalla, expresa sus resultados con toda su crudeza.

Violencia que, de nuevo, se ceba entre las capas más humildes de la sociedad. Como contaba el propio realizador durante la presentación de su película, tras las promesas públicas iniciales de proteger a los habitantes de la zona, el gobierno tunecino se fue olvidando del asunto, permitiendo que se cometieran nuevos crímenes. Achour señala en su cinta la hipocresía de unos gobernantes que han dejado abandonada a su suerte a unas gentes que no tienen más remedio que marcharse de sus casas y sus pueblos para sobrevivir. A su lado, como no, unos medios de comunicación más preocupados por el morbo que de informar y denunciar las atrocidades cometidas por los islamistas, por un lado, y gobierno, por el otro. Un pueblo acorralado que no parece encontrar una salida.

Donde en la cinta Meryam Joobeur ponía la atención en la maternidad, aquí serán los niños los protagonistas. Infancias rotas de forma brusca, infancias fracturadas que, de golpe, darán un salto de gigante hacia la oscuridad del mundo de los adultos. Como contó tras la proyección, Achour pretende poner al espectador en la mente de Achraf, para que lo acompañe en este viaje subjetivo hacia su propio infierno interno que no es otro que el de entender y asumir lo que ha pasado. En una de las primeras secuencias de la película, Achraf regresa a su pueblo con la cabeza de su amigo guardada en una bolsa de deporte. En el camino, se encuentra con otros chicos del pueblo que, ajenos al drama, juegan un partido de fútbol. Incitado por los chicos y olvidando por un momento su misión, Achraf accede y se pone a jugar. Pero el niño se muestra mucho más duro que de costumbre. Algo está empezando a cambiar dentro de él. Será un poco más tarde, sim embargo, cuando le entregue a sus padres la cabeza de su hijo, cuando Achraf empiece a comprender.

Y de nuevo, como ocurre en varias de las propuestas que ya hemos visto en el festival, el paisaje cobra aquí su propio protagonismo hasta convertirse en otro personaje de la trama. Tierras áridas, ásperas que inciden con igual dureza en la vida de sus habitantes y que sirven de escondite a sus enemigos. Tierras que ocultan trampas, tierras de vida y de muerte. La belleza natural de los espacios aparece corrompida por la ignominia de los hombres.

Otra vez, lo fantástico se mezcla con la realidad, esta vez de la mano de una serie de visiones en las que Achraf conversa de nuevo con Nizar. Achraf acompaña a un grupo de adultos hasta el lugar donde fueron atacados para recuperar el cuerpo del niño. El peligro acecha de nuevo, tras la vuelta de cualquier recodo. Unas visiones que nos remiten al mismo proceso de duelo que está sufriendo Achraf que, definitivamente, y por mucho que le duela, tendrá que dejar que su amigo marche hacia el otro mundo, quedando él de nuevo solo.

Si bien Lotfi Achour demuestra cierta ingenuidad a la hora de plantear algunas situaciones, la cinta va cogiendo vuelo según se va centrando en la parte más humana de sus personajes. En ese sentido, Les enfants rouges no esconde nada. Su mensaje no es precisamente esperanzador. Y no tiene por qué serlo. Las cosas son así, y ocultarlo no sirve a nada ni a nadie. GERARDO LEÓN

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