Título original: 14 jours, 12 nuits · Jean-Philippe Duval · Canadá · 2019 · Guión: Marie Vien · Intérpretes: Anne Dorval, François Papineau, Leanna Chea…
Título original: Nuevo orden · Michel Franco · Méjico · 2020 · Guión: Michel Franco · Intérpretes: Naian González Norvind, Diego Boneta, Mónica del Carmen…
Nos situamos en un pequeño pueblo rural de Vietnam, en el año 1990. Tras una estructura de cañizo, lejos de la vista de todos, una mujer da a luz. El parto, llevado a cabo con la única ayuda de una matrona local, es complicado. Al fin, nace una niña. Pero a la madre no le estará permitido ocuparse de la recién llegada. Su tía, una mujer de expresión hosca y carácter severo, se la arrebata cruelmente y la entrega a un orfanato con el encargo de darla en adopción. Casi veinte años después, en el año 2008, otra mujer, en este caso de origen canadiense, llega a ese mismo orfanato. Consigo lleva unas fotografías de la niña, convertida ahora en una luminosa joven. La mujer está tratando de localizar a la madre biológica de la niña por motivos que, de momento, desconocemos. En su mirada percibimos un conflicto que, a priori, deseamos resolver.
Apoyado en este corto argumento, el director canadiense Jean-Philippe Duval nos propone un melodrama contemporáneo. Con una estructura que se mueve en dos tiempos, ese pasado en el que nació la niña y el presente de la madre que la tomó en adopción, Duval nos va desgranando los secretos que esconden estas tres mujeres. Es en esa estructura en paralelo donde 14 días, 12 noches sustenta su mayor apuesta. Al principio del relato, desconocemos todo lo referente a los personajes: no sabemos quiénes son, qué problemas les afligen ni cuál es el nexo que los relaciona. Poco a poco, en breves escenas intercaladas, nos irán dando pistas de todo ello hasta componer el cuadro final. Podríamos decir que es ese “misterio”, aquello que no sabemos y que nos va a ser descubierto en el momento oportuno, lo que soporta el desarrollo de esta película. Conocer cuál ha sido ese destino de la niña, nos permitirá establecer el lazo que une a sus dos madres. Un lazo que no es solo físico, nos dice el director, sino emocional, y que, de alguna forma, da sentido último a sus atribuladas vidas.
A base de unir esas breves escenas, Jean-Philippe Duval ha creado una pieza que se desenvuelve más como un trabajo musical que como una narración al uso. De hecho, será la música de fondo, presente a lo largo de toda la película, lo que ate a cada uno de los segmentos que la trazan. A Duval no le interesa tanto contarnos una historia como establecer una relación que, en su imaginario, funciona a un nivel puramente sensorial y simbólico. De un lado, el occidente desarrollado, representado en esta ocasión por ese Canadá de origen de la madre adoptiva de la niña. De otra parte, un Vietnam más tradicional, quizá más atrasado económica y tecnológicamente, pero que, sin embargo, se nos presenta más puro y próximo, más humano, más carnal. La vida de la madre biológica transcurre en un mundo bullicioso, lleno de gente que se mueve en un orden caótico. La de la madre adoptiva lo hace en un espacio más ordenado y pulcro, pero, a la vez, mucho más aséptico y solitario y, de alguna forma, distante y estéril. Para ensalzar estos aspectos, Jean-Philippe Duval se apoya en el uso de la fotografía. El mundo de la madre adoptiva se caracteriza, así, por el blanco y los grises de un paisaje sumido en un invierno sin fin, un espacio casi muerto, sin vida. Mientras, en Vietnam, gobiernan los verdes y ocres de una naturaleza rebosante que nos deslumbra por su exótica belleza. Pero estas diferencias pueden ser, en parte, engañosas, pues hay un algo que, si bien en la superficie parece distinto, en el fondo no lo es tanto. De un lado, descubrimos que, ante la intervención del azar, no hay dinero que logre la seguridad y felicidad deseada. De otro, se nos revela la opresión de una tradición, una cultura y un pasado político que también lastra a aquellos que viven bajo su sombra. Ambas mujeres tendrán que encontrarse para recomponer lo que ha quedado roto y unir, finalmente, ambos mundos.
En su afán por confrontar esos mundos, a Jean-Philippe Duval hay que reconocerle una gran capacidad para la composición. En este sentido, conviene celebrar su destreza para crear texturas que, con buen ojo, extrae del paisaje que le rodea y a las que quiere cargar de fuerza alegórica. Sin embargo, ese afán preciosista resulta por momentos demasiado obvio, logrando sorprendernos, en un primer momento, por su majestuosidad, pero alejándonos de todo ello precisamente allí donde el director se propone capturarnos, es decir, en lo emotivo. La mirada de Duval es, en el fondo, la mirada de un turista que se deja embelesar por un paisaje que no logra penetrar más allá de la postal de la agencia de viajes (y la metáfora no es gratuita), especialmente en el caso de ese Vietnam que explora junto a la protagonista de su relato. Y lo mismo sucede con la construcción psicológica de los personajes y los conflictos que las afligen.
Decíamos al principio que 14 días, 12 noches es un melodrama y a ello se atiene su estructura. El conflicto de los personajes se sustenta en una serie de trágicas y oportunas casualidades que van a sacudir sus vidas. Demasiado trágicas y demasiado oportunas para una propuesta que, por otro lado (esa cámara que no deja de moverse y ese montaje fracturado al que recurre en ciertas secuencias), tiene la fachada de un relato realista. Poco ayuda, además, unas interpretaciones que sufren de un exceso de afectación. La intención de Jean-Philippe Duval es transmitirnos esa sensación de melancolía que asola el alma de estas dos madres a las que, por distintos motivos, les han quitado aquello que más quieren. Pero su esfuerzo por dejar constancia de su sufrimiento en las miradas de sus actrices es demasiado ostentoso y, por momentos, como sus estampas, un tanto artificial. A consecuencia de todo ello, 14 días, 12 noches se nos presenta como un drama donde la forma, esa melodía de la que hablábamos antes, se impone de manera demasiado visible sobre un fondo cuyas connotaciones, finalmente, tampoco logra trabar y, por lo tanto, no acaban de concernirnos.
Mucho más perturbador resulta el último trabajo para la pantalla del director mejicano Michel Franco, Nuevo Orden. Ya desde el título mismo de la película, podemos anticipar parte de lo que nos espera aquí. Imaginemos una boda. Una joven pareja celebra, entre amigos y familiares, el inminente enlace. Solo falta la llegada de la juez que selle los votos del futuro matrimonio. Todo es alegría y celebración. Por el contexto, es decir, las vestimentas, la manera de manejar el dinero, la propia fastuosidad de la casa donde se celebrará la ceremonia, entendemos que nos encontramos ante una familia muy acomodada y bien relacionada social y políticamente. Pero, a punto de celebrar las nupcias, se produce un hecho inesperado: un grupo de individuos saltan los muros de la casa e interrumpen la fiesta. Es entonces cuando toma presencia una amenaza de la que, hasta ese momento, solo escuchábamos un lejano rumor a través de las noticias de la televisión, en los comentarios de algún invitado o de la misma servidumbre de la casa. En la ciudad se ha producido una revuelta popular. El símbolo de la revuelta es la pintura verde. Pronto estalla el drama: los asaltantes no solo buscan dinero, como parecen creer los anfitriones, cosa que descubrimos cuando caen las primeras víctimas.
Nuevo orden es una cinta que apela directamente al imaginario del espectador. No es necesario que nadie nos explique nada para entender, en principio, lo que está pasando. Franco nos sitúa en una sociedad distópica, pero que se parece demasiado al presente de esa Ciudad de México donde sitúa la acción. Basta un par de actitudes, gestos y conversaciones pilladas al vuelo para entender quién es quién en este universo que se nos presenta. Los celebrantes pertenecen a la clase privilegiada, en la cima de la escala social. Los asaltantes parecen hacerlo a las clases más bajas y depauperadas. Así, la revuelta popular toma al asalto los privilegios de los de arriba. Pero esta serie de estereotipos sobre los que se sustenta la película encierran algunas trampas.
Sin duda, una de las mayores virtudes que atesora esta propuesta es el manejo de un aparato coral muy bien ajustado. Un suceso, la salida de la casa de la novia para ayudar a un antiguo empleado, sirve de cebo o hilo para trabar un complejo mapa social y político que toca muchos estratos, desde esas diferencias de clase hasta los estamentos militares. Partiendo de ese hecho medular, la película de Franco se mueve con inteligencia en todas direcciones, gestionando cada uno de esos elementos para que ninguno escape a su control. De esta forma, la tensión emprenderá una progresiva escalada ascendente según la situación se vaya complicando. En las notas promocionales de la película, Franco apela a La Naranja Mecánica de Stanley Kubrick como uno de sus referentes, y si bien la comparación no se ajusta del todo, hay algunos mecanismos que se asemejan. Según va a avanzando el metraje, lo que en principio parece un suceso infructuoso va desatando la irracionalidad que alienta a todas las partes implicadas, haciendo crecer lo que parece una irrefrenable escalada de violencia. Será ese miedo a lo impredecible que va conquistando el corazón del espectador lo que lo mantenga adherido a la butaca de la sala de cine.
Es a partir de aquí, cuando nuestras impresiones iniciales irán mutando o, mejor dicho, irán dando saltos de un sentimiento a otro, según la trama se vaya complicando y vayan interviniendo en el conflicto nuevos actores. Surgen, así, las preguntas. ¿Cuál es la causa que ha disparado la revuelta? ¿Quiénes son realmente estos exaltados? ¿Cuál es su objetivo? ¿Y los militares? ¿De qué lado están? ¿Han venido a poner orden o buscan otra cosa? Pero a medida que la cinta se acerca a su desenlace, comprendemos que, en el fondo, nada de esto importa. Lo que importa realmente es que comprendamos cómo funciona este mundo que nos muestran y, por extensión, nuestro propio mundo. Quién es inocente y quién culpable empieza a ser, así, lo de menos. En definitiva, ¿cuál es ese nuevo orden al que se refiere la película? Y lo más relevante de todo, ¿es posible un nuevo orden (mejor) en una sociedad tan corroída? Las interpretaciones se disparan así en múltiples planos, desde lo político a lo sociológico, lo psicológico o lo cultural.
Al final, la única conclusión que extraemos de todo esto es que la sociedad, al menos esta sociedad, no avanza hacia ningún sitio, sino que gira sobre sí misma. Una espiral sostenida por las mentiras de unos y otros, y donde la inocencia, la verdadera justicia o las buenas intenciones quedan literalmente aplastadas. El futuro (o presente) que Franco nos muestra es sin duda muy poco esperanzador. Sin embargo, no encontraremos solución si no somos capaces de mirarlo de frente. Una película altamente recomendable. GERARDO LEÓN