39ª Mostra. Sesión 03: Moondove & Fotogénico

Dos propuestas formalmente singulares centraban las sesiones de la tercera jornada de proyecciones de la Sección Oficial de La Mostra. Moondove del libanes Karim Kassem, nos sitúa en algún pueblo inconcreto del Libano rural contemporáneo. Allí conoceremos a Ghassan, un empleado de la empresa de Aguas local. La jornada de trabajo de Ghassan empieza muy temprano. Con su destartalado coche, recorre las calles del pueblo atendiendo a las llamadas de sus vecinos, primeras víctimas de una sequía severa que azota a la región. Junto a Ghassan conoceremos a un criador de palomas que sueña con abandonar el pueblo en busca de una vida mejor, a un mecánico de coches, a un pastor de cabras, a un matrimonio de jubilados o al perezoso y borracho empleado de la gasolinera, entre otros personajes. Todos juntos conforman un curioso collage que aspira a erigirse en retrato de una sociedad en descomposición.

Es esa aspiración retratista lo que parece haber inspirado a Karim Kassem para adoptar la forma para este su cuarto trabajo largo que llegaba a La Mostra en exclusivo estreno mundial. Si bien la concepción de las escenas está pensada como un artefacto de ficción, Kassem hace una planificación de planos y una puesta en escena que lo acercan más a un documental al uso, con tomas sencillas, usando iluminación ambiente y un fraccionamiento principalmente descriptivo, buscando tomar distancia y objetividad ante sus sujetos. Todo ello impregna la cinta de un deliberado naturalismo y verismo al que aspiraba el realizador, y que quedaba reforzado, según contaba en la presentación de la cinta, por la presencia de actores no profesionales escogidos de entre los habitantes del pueblo donde se rodaría la película.

Ese efecto naturalista queda roto, sin embargo, por el empleo de ciertos recursos ficcionales que sirven al director para ir dejando pistas de aquello que quiere contar, al tiempo que añaden condimentos a una cierta dimensión poética, discursiva y claramente existencialista, autoconsciente, que desea imprimir a su trabajo. Uno de estos elementos es la voz en off con la que el director nos mete en la cabeza de algunos de sus personajes. Accediendo a sus pensamientos, entramos en un mundo de contrastes entre el dentro y el afuera que no habría sido posible atendiendo solo a los sucesos y conversaciones propios del formato convencional de la llamada no-ficción. El otro recurso es un empleo del sonido que dota de otro nivel expresivo a las imágenes. En una de las escenas de la película, una mujer mira a la cámara. De fondo escuchamos el ruido de unas máquinas de hilar. El sonido acompasado de la máquina adquiere un ritmo muy preciso que se impone como metáfora de ese tiempo dormido, repetitivo en el que viven los personajes.

Y es que si hay algo de lo que habla la película de Karim Kassem es precisamente de eso, del discurrir del tiempo. Tiempo detenido de una comunidad estancada a todos los niveles, social, económico, demográfico, tecnológico, un mundo apartado del mundo, podríamos decir, sensación que impregna cada cuadro de esta película compuesta a base de tomas largas, en las que vemos transcurrir precisamente eso, el tiempo. El padre del criador de palomas visita al mecánico del pueblo. En realidad, no quiere nada concreto. Simplemente ha salido de su casa para romper con la monotonía y el aburrimiento, buscando a alguien con quien tener una conversación. En cualquier rincón de la casa, la luz entra por la ventana y dibuja un marco sobre el suelo. Tiempo estancado, arrinconado, que toma las estancias del hogar, humilde, tiempo que se come al pueblo y a quienes habitan en él. Eso es todo.

Y el paisaje como metáfora de esta sociedad sumergida en el sopor de un calor aplastante y el polvo que todo lo cubre. Al fondo, las montañas aparecen como testigos impasibles de la vida de estas almas, ajenas a sus problemas y, de alguna forma, responsables. Como decía Karim Kassem, no es lo mismo abrir un grifo y que salga el agua, como sucede en cualquier ciudad de occidente, que sufrir la penuria de la escasez. El agua, su ausencia en este caso, cataliza todo un proceso de mutación social. No es de extrañar que la película termine precisamente con la imagen de un arroyo que fluye entre los árboles. El rio como metáfora del imparable discurrir de las vidas, principio y retorno, símbolo de aquello que cambia, sin cambiar al mismo tiempo.

De nuevo, la falta de un argumento convencional no es impedimento para contar una historia. O varias. Kassem toma a Ghassan como cicerone o guía privilegiado para acercarnos a esas otras vidas que irán cogiendo cuerpo a lo largo de la narración. Relatos, extractos de vidas que, por separado, quizá no signifiquen nada, pero que, todos juntos, dibujan el mapa de este pequeño microcosmos en el que quiere sumergirnos. Será pues la suma la que de coherencia y sentido a esta propuesta, cosida a base de ir escogiendo ciertos motivos o pequeños conflictos que irá retomando a lo largo de la película, superponiéndolos unos a los otros, y de cuya de resolución dependerá la impresión de continuidad.

“No pienso irme”, se dice y se repite Ghassan a sí mismo. ¿De dónde no quiere irse? Marcharse de su pueblo, alejarse de unas gentes en cuyas vidas se ha convertido en una pieza esencial para la supervivencia. Sin su ayuda, la poca agua que discurre por las cañerías no llegaría a los hogares. Ese es su orgullo y su condena. Departures o Salidas es el título también de la obra de teatro que cada temporada representa un grupo de aficionados en el teatro del pueblo. Tras vender sus palomas, el cuidador ha recogido suficiente dinero para abandonar por fin su casa. Con ello, deja también a su hermana y a su padre, a los que quizá no vuelva a ver. Salir y no mirar atrás. Partir también a través de la muerte. Son muchas las cuestiones que toca Kassem en Moondove. La inmigración, la pobreza, la presencia de la guerra, no a través de las bombas, sino de sus consecuencias, como quiso dejar constancia el director, pero, sobre todo, Moondove es un homenaje a una idea antigua, en decadencia, quizá pronto extinguida para siempre de eso que entendemos como comunidad.

Cambio de horario y cambio también de registro y de tono con la proyección de Fotogenico de los directores Marcia Romano y Benoît Sabatier, cinta que llegaba a esta edición de La Mostra tras pasar por la sección Acid del Festival de Cannes dedicada al cine más independiente. Fotogonénico cuenta el periplo de Raoul, un hombre de mediana edad, aficionado a la bebida, que llega a la ciudad de Marsella tratando de descubrir los motivos de la muerte de su hija Agnes. Como único indicio, Raoul cuenta con la dirección de un bufete de abogados para el que se supone que estaba trabajando. Pero cuando llega al lugar, Raoul descubre que el bufete no existe. Será la primera pista que lo llevará por un submundo de la contracultura marsellesa en el que Agnes estaba implicada. Un mundo de garitos destartalados, música electrónica y, sobre todo, muchas drogas. Pero lo que más sorprende a Raoul es que su hija había montado un grupo de rock.

Tras el visionado de Fotogenica, no resulta extraño que Marcia Romano y Benoît Sabatier definieran su propuesta como una tragicomedia, aunque quizá sería más correcto hablar de una comedia trágica, a tenor del desarrollo dramático del relato. Fotogenica empieza, sí, como un sainete que, en palabras de los propios autores, nos remite al cine de Dinno Risi y la comedia italiana de los 60. Y algo de eso hay en el personaje de Raoul y esa aparente y jovial anarquía que parece dirigir ese alocado ir de aquí para allá sin saber muy bien a dónde lo llevarán sus pasos. Pero a medida que Raoul va, de manera accidentada, indagando en el pasado de su hija y vayamos intimando con esa galería de personajes que se irá encontrando en el camino, las cosas se tornan, sin dejar de perder un cierto tono burlesco, más serias.

Como ocurría en Moondover, aquí será el itinerario que siga Raoul el que nos sirva de excusa para hacer un recorrido cultural, sentimental y emocional por esta Marsella desvencijada por la que sus autores quieren que nos adentremos y en la que, dijeron en la presentación, llevan viviendo más de 25 años. Una Marsella que toma distancia estética y política de la Marsella que nos ha llegado en las últimas décadas a través del cine de Robert Guédiguian. Basta ver su último trabajo, Que la fiesta continúe, para percatarnos de que, siendo el mismo lugar, estamos ante mundos muy distintos.

Frente al acercamiento más formalmente clásico de la obra de Guédiguian, Marcia Romano y Benoît Sabatier han querido darle a su propuesta una apariencia que sintonice con ese mundo contracultural que han querido describir. La sobriedad de Guédiguian desaparece para dar rienda suelta a un batiburrillo de recursos como es el uso del zoom, el montaje sincopado propio del videoclip, empleado deliberadamente de una forma en apariencia caprichosa, y una iluminación más rota, menos cuidada, de las escenas en un intento, dijeron los directores en la presentación, de emular las portadas de los discos de vinilo a los que hacen referencia dentro de esa cultura underground que tratan de retratar. Un ejercicio de estilo que busca provocar al espectador, sacarlo de su propia comodidad, para romper sus expectativas.

Dos Marsellas pues, dos mundos colindantes que comparten, sin embargo, algunos ejes principales como el abandono social y político (no es gratuita, en un momento dado de la cinta, la referencia al presidente Emmanuel Macron), la degradación de los espacios, la falta de expectativas, y si bien en el cine de Guédiguian todo ello tiene un tono de denuncia, aquí prima sobre todo una sensación de celebración de esa marginalidad como expresión de una identidad consciente y colectiva, si quiera se trate de una colectividad, en este caso, marginal.

Un ejercicio de claro corte pop que, tal y como expresaron los autores en su presentación, tratará de unir con una línea de puntos a la generación de los 80, a la que pertenecen, con las actuales generaciones que han encontrado en otras formas (la reivindicación queer y feminista), las nuevas vías para enfrentarse al sistema. Estéticas tan embebidas unas de otras que no es de extrañar que, tras la proyección, algún espectador pensara que estábamos ante una recreación de aquel pasado (olvidando que, aunque sea de manera ¿intencionadamente? muy discreta, aparecen teléfonos móviles en pantalla).

Pero este aspecto exterior, este ejercicio contra-normativo (hasta cierto punto), se quedaría en una mera curiosidad festivalera sino profundizara en otros aspectos con los que pueda conectar el espectador. Decíamos que Fotogenica es una película que se mueve entre la comedia y un cierto drama. Es en ese segundo aspecto donde encontramos el sentido último de la propuesta de Romano y Sabatier. Y es que, como iremos descubriendo, puede que Raoul haya perdido a una hija, pero, en el camino, irá encontrado a otros que, si bien no pueden sustituirla, si le ayudarán a conformar nuevos espacios emocionales. Raoul se encuentra perdido en un mundo que no conoce y que, claramente, recela de él. Tras demostrar sus intenciones, será bien recibido. Una nueva familia surge, así, al final. Y es aquí cuando la cinta de Romano y Sabatier se vuelve más interesante. Raoul llega a un mundo que lo rechaza como un extraño, un agente ajeno, una anomalia. Será más tarde, cuando se comprendan sus verdaderas intenciones cuando caigan los muros de incomprensión que separan a ambos bandos. No hay mucha diferencia entre la marginalidad de estos personajes que irá conociendo y la que sufre él mismo. Una llamada a superar nuestros prejuicios, en un sentido o en otro. GERARDO LEÓN

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