Día 2. Y primera jornada de proyecciones de la Sección Oficial a concurso en la Mostra de València. Arrancaba la programación con la proyección de Sympathy for the devil, co-producción franco-canadiense y opera prima del director Guillaume de Fontenay que se alza sobre las memorias del corresponsal de guerra Paul Marchand, protagonista de este relato. Con un estilo directo, cámara en mano y un ritmo de montaje palpitante, la cinta nos lleva de vuelta al comienzo de la década de los 90 del siglo pasado y, en concreto, a la asediada ciudad de Sarajevo, en pleno conflicto que acabaría con el desmembramiento de la antigua Yugoslavia. En este contexto de lacerante confrontación, Marchand recorre las calles de una urbe colapsada por la violencia, los controles impuestos por cada una de las facciones enfrentadas y en la que la muerte aparece de forma inesperada tras cualquier ventana de uno de los muchos edificios que forman su devastado trazado. Retrato de la violencia de una guerra sin sentido, pero también de una profesión, la de periodista, en la que se mezcla el compromiso político, el espectáculo y la necesidad de denunciar una verdad que se pierde en los oscuros recovecos de los intereses de la política internacional.
“En el año 92, cuando estalló este conflicto en la antigua Yugoslavia, tenía 23 años y me sentí muy perturbado al ver esta apatía colectiva ante esta situación”, comentaba Fontenay tras su proyección en una sesión ante los medios. “Sarajevo no era una ciudad muy grande. Era una ciudad de 300.000 habitantes y me preguntaba cómo se pudo permitir que esta situación se prolongara durante cuatro años, sin agua, sin electricidad, sin gas, etc.” Para de Fontenay, la actualidad del conflicto Yugoslavo tiene su interés en un presente en el que el manejo de la información y, con ello, de la verdad, continúa siendo uno de los problemas más preocupantes en nuestras sociedades modernas. “Me costó casi 14 años montar esta película, y considero que sigue teniendo cierta resonancia actualmente en un mundo en el que el presidente de la mayor potencia del mundo sigue lanzando noticias falsas, donde hay un montón de grupos de interés intentando sacarlo de la Casa Blanca, donde sigue habiendo presidentes que torturan y que matan a periodistas”, comentaba.
Pero si el conflicto yugoslavo tiene interés para Fontenay lo es por esa sensación de pérdida de la convivencia, de herida en el mismo corazón de la idea de una Europa como espacio de fraternidad que quedaría fracturado tras la guerra. “En Bosnia, antes del conflicto, había un 80% de serbios llamados ortodoxos, 44% de bosnios llamados musulmanes, y el resto eran judíos, croatas y de otros grupos. Era una ciudad donde había muchísimas iglesias mezcladas, una ciudad muy mixta, muy rica. (…) era el reflejo de Europa antes de Europa, como pudo suceder antes en Córdoba donde había muchas culturas mezcladas. Y me parecía importante, en el momento actual, relatar cómo eran las cosas en esta época. Un aspecto simbólico de todo esto es que en los checkpoints [controles militares], tanto en el lado serbio como en el bosnio, las caras de los soldados fueran las mismas”, destaca.
Pero, como comentábamos al principio, Sympathy for the devil es el retrato de una profesión, la de periodista, y su función como ojo vigilante del poder. Una mirada que, si bien busca ser lo más fiel posible a la realidad, trata de alejarse, en palabras del director de origen canadiense, de cualquier tipo de maniqueísmo. “Yo no creo en un canon particular del periodismo, y tampoco considero a Paul como un héroe. Era una persona que podía ser igual de odiosa que entrañable (realmente podía ser muy odiosa en algunos momentos), era muy inteligente, con un espíritu muy vivo y un gran escritor. (…) Dentro de los periodistas tenemos distintos tipos. Tenemos los que van a hacer grandes espectáculos y otros que van a ser más impulsivos, que van a hablar con el corazón, como Paul. Algunos escribirán la historia, otros dejarán otro tipo de huella. El enfoque de Paul Marchand era más editorialista y tenía un punto de vista muy romántico. Eso no le hace mejor ni peor que los demás, cada manera de hacer periodismo es buena”.
Dejando de lado casos particulares, la cinta de Guillaume de Fontenay quiere elevarse así en defensa de una profesión que, frente a lo que podría parecer, encuentra cada día más dificultades para desarrollar esa labor de vigilante de los excesos del poder, tantas veces reclamada como necesaria para nuestras democracias. “El oficio se está volviendo ahora más difícil que nunca, los periodistas son a veces una diana para los que están en el poder. Lo hemos visto, por ejemplo, en el caso de la evacuación de los periodistas en Siria para que los turcos puedan hacer todo lo que quieran, sin que nadie lo cuente. Yo he querido hacer una película lo más cruda y honesta posible en cuanto al oficio de periodismo. Hay quien hace periodismo bueno, malo, hay quien se implica más, hay quien lo hace menos, pero no deja de ser un oficio complicado (…) y si el cine da ganas a los jóvenes para emprender este oficio, mucho mejor. En cualquier caso, lo último que se pretendía era convertir a Paul Marchand ni en un héroe ni en un canon porque yo no soy periodista y no habría sido pertinente. Lo que está claro es que en la actualidad tenemos que apoyar a los periodistas para que sea una herramienta de la democracia y no de control”. El ejemplo del asedio de Sarajevo se alza, de esta forma, en símbolo de esa lucha por preservar esa idea fundamental. “En Sarajevo hubo un momento en el que periódicos como Le Monde, como la CNN hablaron de dejar de dar noticias porque estaban asqueados. Es cuando Paul Marchand dice en la película, por lo menos no dirán que no lo sabían. Se trata de plasmar esa idea. Realmente todo el mundo lo sabía, igual que sabemos lo que pasa en Siria, en Yemen o en Sudan. Pero nos hemos instalado en esta especie de apatía colectiva, de ahí que quisiera transmitir ese grito del corazón de Paul Marchand, para que no abandonemos el mundo”.
Esa idea de la fragilidad de la convivencia nos remite también a Fatwa, quinto largometraje del tunecino Mahmoud Ben Mahmoud, una cinta que nos retrae a los momentos inmediatamente posteriores a la revolución que traería la democracia a su país a principios de la segunda década de este siglo XXI, es decir, como quien dice, ayer mismo. En esos momentos, un hombre regresa a su país desde Francia, donde reside, tras la muerte de su único hijo. Al volver, descubre que el joven había sido captado por un grupo radical islamista que pretende perpetrar varios atentados contra objetivos laicos. Esa mirada exterior, la del que reside fuera, permite a Ben Mahmoud confrontar dos visiones radicalmente enfrontadas, la del hombre que, aun respetando la práctica de la religión, vive en otro mundo, frente al fanatismo irracional al que empuja la ortodoxia de la religión. Una mirada que bien podría servirnos como reflexión o punto de partida de debate para romper tabúes sobre aquello que sucede en el extremo opuesto del Mediterráneo.
“La situación actual es muy distinta de la que se describe en el film. Actualmente reina la calma”, comentaba Ben Mahmoud frente a prensa y público. “Existe, por supuesto, un peligro terrorista, como puede existir en cualquier otro país en la actualidad, pero ya no existe esa confrontación ideológica que reinaba después de la revolución y antes de que se proclamara la Constitución de 2014. Y prueba de ello es que hace dos semanas votaron libremente para elegir al presidente de la República y una semana antes para la renovación del parlamento y todo en un ambiente tranquilo y pluralista”. Esa situación de normalidad democrática, no impidió que el realizador se encontrara con algunos problemas a la hora de filmar alguna de las secuencias de su película. “Amenazas no he tenido nunca. Lo que sí que sucedió es que, durante el rodaje, quería filmar una escena dentro de la asamblea nacional y el partido islamista se opuso. Se trata de la escena en la que el protagonista está escuchando el discurso de su exmujer [una activista que ha escrito un libro sobre la laicidad de la sociedad tunecina] en la radio del coche. Esta escena en realidad se tenía que haber rodado bajo la cúpula de la asamblea en presencia de los diputados”.
La llegada de la democracia, la multiplicidad de partidos y el sistema de libertades, sería, en palabras del realizador, la mejor prevención contra ciertos extremismos distorsionadores y violentos. “En Túnez no se está ocultando esa amenaza. Durante la dictadura se sabía que existían actividades islamistas, pero como no existía libertad de expresión solo sabíamos de ello por rumores o por la prensa occidental. Actualmente está todo al descubierto, los poderes públicos no tienen derecho a interferir ni controlar la información y no creo que exista voluntad de ocultar la existencia de esta amenaza”. Una situación que, sin embargo, todavía está muy lejos de ser aceptada en otros países del área de influencia de la religión basada en el Corán. “Es la primera vez que he presentado un personaje laico, y esto en algunos países ha sido un poco difícil. Por ejemplo, en Egipto no fue fácil presentar este personaje de esta mujer a la que se veía como una traidora a la religión, y cuando yo decía que simplemente era un personaje laico, me decían que estaba jugando con las palabras. En muchos casos no me tuve que enfrentar a la censura, pero sí a la resistencia de la población. La actriz que representa el papel de la madre es en realidad una cantante y la verdad es que le costó llevar a cabo este papel por el posible rechazo del público”, comenta Ben Mahmoud a propósito de la exposición a la que se ha visto expuesto su reparto. “En algunos países del mundo árabe me dijeron que esta película solo la podía hacer en Túnez porque hay democracia, pero esto no lo podría haber hecho estando en Arabia Saudí, por ejemplo. O que nunca podría promover la figura de un mal musulmán, un personaje que ha ido a la Meca y reza, pero bebe, apuesta a los caballos y tiene amantes”. G.LEÓN