Título original: BlacKkKlansman· Spike Lee· USA · 2017 · Guión: Spike Lee, Kevin Willmott, David Rabinowitz, Charlie Wachtel · Intérpretes: John David Washington, Adam Driver, Jasper Pääkkönen, Laura Harrier…
Título original: El árbol de la sangre· Julio Medem · España · 2018 · Guión: Julio Medem · Intérpretes: Úrsula Corberó, Álvaro Cervantes, Najwa Nimri…
Título original: Ramen Teh· Eric Khoo · Singapur · 2018 · Guión: Tan Fong Cheng, Wong Kim Hoh· Intérpretes: Tsuyoshi Ihara, Seiko Matsuda, Takumi Saito…
A la hora de aproximarnos a una película como Infiltrado en el KKKlan, la última producción del director estadounidense Spike Lee, debemos hacerlo desde dos niveles diferentes. En un primer nivel tratamos el producto desde el punto de vista del relato. Basada en la verdadera historia de su protagonista, Infiltrado en el KKKlancuenta las dificultades por las que tuvo que pasar un joven Ron Stallworth,el primer afroamericano en ocupar un puesto de detective en la ciudad de Colorado Springs, en el condado de El paso, estado de Colorado, en pleno centro de los USA. La incorporación de Ron al departamento de policía de la ciudad será inevitablemente conflictiva en una población donde reina la confrontación racial. Estamos en los años setenta del siglo pasado y la lucha por los llamados derechos civiles es una realidad por todo el país. Lejos de quedarse quieto en su puesto, Ron aborda una misión arriesgada: infiltrarse en las filas del Ku Kux Klan local para desmantelar sus planes supremacistas.
Hay en la última producción del director de Do the right thing, algunas cosas buenas, otras que no acaban de encajar. Lo menos bueno: una trama que, aun estando basada en hechos reales, queda débilmente justificada en un guion que tiene demasiada prisa por ir a aquello que le interesa dejando algunos cabos menos atendidos y que, básicamente, se centran en la lógica de una operación policial que tiene su base en un simple despiste de su protagonista, sin más justificación para iniciar sus pesquisas que un interés de orden político que, sin embargo, vendrá a descubrir un gran complot. Demasiadas casualidades. El tono caricaturesco de la película no anima precisamente a aceptar por parte del espectador ciertas coartadas de las que tendrá que sobreponerse si quiere seguir disfrutando del espectáculo. Lo mejor: un reparto que da lo mejor de sí. Especialmente brillante encontramos a un Adam Driver que consigue construir un personaje con matices a pesar del poco material con el que trabaja. Cierto que la mayoría de personajes no pasan en muchos casos de un mero estereotipo, pero eso no tiene que ser un impedimento para un espectador que, superados esos a priorique comentábamos, sabe en qué terreno se mueve. Lee demuestra aquí que sigue teniendo el sentido del humor en un nivel muy alto.
Pero, con Infiltrado en el KKKlan, lo que menos le interesaba era, sin embargo, la historia de Ron Stallworth. Lo que más le interesaba a Spike Lee era hacer un alegato político sobre la situación de la comunidad negra de su país. Y alegato le ha quedado. Nada que objetar. Si eso era lo que pretendía, ha conseguido su objetivo. Se habría agradecido, sin embargo, que el discurso fuera menos evidente. Lee no pretende que miremos al pasado, quiere que miremos al presente. Para el director afroamericano, la historia se repite, y los discursos también. Lee pone en boca de sus personajes muchos de los eslóganes que hoy día podrían aplicarse a la administración Trump. Lo que viene a decirnos es: está sucediendo lo mismo. Y en cierta medida es así. Lo que no parece calcular Spike Lee es que hay ciertos discursos que no consiguen calar en aquellos a los que se supone se dirigen. Las cosas hoy son ciertamente más complejas. Spike Lee pone a su comunidad en el epicentro de una sociedad racista. Y racismo sigue existiendo, como demuestra al final de la película. Ahora bien, cuando Trump se presentó a las últimas elecciones norteamericanas, tres circunstancias supondrían un muro infranqueable a su victoria. No le votarían las mujeres, porque era un machista. No le votarían los inmigrantes, porque los expulsaría. No le votaría la comunidad afroamericana, porque era un racista. Pero le votaron. Algo está fallando, sí, pero parece (a la espera de lo que pase en las próximas elecciones del llamado midterm que se celebran hoy martes) que los dardos no están apuntando en la dirección correcta. Y es ahí cuando la propaganda falla, tanto en los discursos como en los análisis.
Afrontar la última producción de Julio Medem requiere por parte de este comentarista un ejercicio de precaución. Lo digo ya. No soy un especial seguidor de su filmografía. Sus mundos estéticos y emocionales no terminan de seducirme. Me resultaron muy refrescantes cintas como Vacaso La ardilla roja, pero, a partir de ahí, debo reconocer que su cine no se encuentra entre mis preferencias. Lo cual no quiere decir que no haya a quien le suceda lo contrario. De ahí la precaución. No se trata tanto de enjuiciar hasta qué punto su cine tiene valor en sí mismo, sino para quién. Con el cine de Medem pasa algo particular que no entiende de razones, es cuestión de militancias particulares.
El árbol de la sangre narra la llegada de una pareja, Rebeca y Marc, a un caserón situado entre montañas en algún lugar idílico del País Vasco. El caserón parece que hace tiempo que no está habitado. Tras dejar sus equipajes, la pareja se instala en el estudio de la madre de Rebeca dispuesta a escribir una historia, la suya. Usando como excusa este motivo, los personajes hacen un recorrido por su pasado para conjurar sus fantasmas e ir descubriéndose mutuamente qué les ha llevado a la relación que mantienen en la actualidad. Despejar el pasado será la clave para construir un futuro juntos libre de toda carga. Pero claro, el pasado esconde secretos que serán difíciles de digerir.
Clausurada la proyección, lo más destacado de El árbol de la sangre lo encuentro en la construcción de un guion que va trenzando poco a poco los elementos de una trama que va desmigando sin prisas, revelando un trozo de información aquí y otro allá hasta encajar todas las piezas. Por otra parte, no hay interés en lo que sucede, sino en lo que ocurrió, por lo que aquello que se nos revela no puede ser descubierto de otra manera que por boca de aquellos que protagonizaron los hechos. Este es un elemento muy frecuente en el cine de Julio Medem: por mucho que se insista en su poética visual, de un tiempo a esta parte es cine fundamentalmente hablado. Y tanto parlamento, en este caso, no sé si compensa. A eso habría que añadir el poco interés que despierta en quien suscribe un fondo argumental que no se priva de acudir a todo tipo de piruetas de corte melodramático y folletinesco mezclando el mundo editorial, los amores apasionados, las mafias rusas, esta España en crisis o las traiciones familiares. Seguro que hay quien lo disfrute. Lo entiendo. Simplemente, yo no le encuentro el deleite a tanto artificio. Cuestión de gustos, ya digo. Nada más.
Por otro lado, habrá quien sostenga que las tramas, el argumento, es lo menos relevante en el cine de Medem. Sin embargo, no podemos separarlas del elemento visual. Ambos aspectos conviven de forma indivisible en el mismo artefacto. No se excluyen, sino que se atan, y eso hace que la supuesta fuerza visual de su propuesta estética quede desvalida. Para llegar a ella, debemos pasar por lo primero y eso, según el día, requiere un esfuerzo que no siempre parece gratificado. Embarrada la vista con tanta pirueta dramática no consigo conectar con sus simbolismos, que quedan así diluidos, deslavazados, de la imagen del árbol que abrazan los protagonistas como metáfora de sus raíces y su unión-desunión, pasando por los toros como elemento fálico, el paisaje, hay otras. Medem se lleva entre las manos un muy perceptible juego de simetrías que va desplegando a lo largo de la película. Son elementos que coloca en la pantalla como símbolo visual de esa dualidad/unidad que se va construyendo entre los personajes. El Ying y el yang, el sol y la luna, hombre y mujer, Marc y Rebeca, dos partes de un ser que no quedará perfectamente completo hasta que no se hayan llenado los huecos vacíos que hay entre los dos. Resulta difícil saber qué nos quiere decir Medem en esta película. Lanzando una interpretación, puede que lo que busque es hacernos reflexionar sobre la difícil construcción de nuestras identidades individuales, mezcla de tradiciones, condicionantes de la vida, casualidades y todo aquello que, de forma desquiciada, le vamos añadiendo cada uno de nosotros. Pero la infinita diseminación de tramas y sub-tramas (algunas fácilmente comprensibles, otras francamente obtusas en un primer visionado) acaba dando la impresión de un amalgama confuso, pesado, en ocasiones, otras demasiado simple. Eso sin dejar de considerar un final de más que dudosa justificación ética y que, personalmente, me dejó algo perplejo. Habrá quién disculpe todo esto y pueda seguir adelante. Cuestión de pasiones particulares, ya digo.
Mucho más mundana, menos aparatosa, es la última producción del director Eric Khoo, Una receta familiar, en su traducción al español. Nos cuenta Khoo en este sencillo relato la historia de Masato, un joven cocinero que, tras la muerte de su padre, hereda su pequeño negocio, un modesto restaurante de ramen en Japón. Pero antes de hacerse cargo del negocio, Masato siente la necesidad de emprender un viaje a Singapur para conocer la historia de su madre, también fallecida, y, con ello, el origen de su relación con su padre. Allí conocerá a la otra parte de su familia y descubrirá algunos secretos.
Con estos elementos, Eric Khoo desarrolla un conmovedor drama que apunta, al menos, en dos direcciones. Como Medem, Khoo nos hace participes de la necesidad de afianzar esa construcción íntima de nuestra identidad y cómo nos afectan los conflictos heredados de nuestros progenitores. Algo oscuro se esconde en la relación que mantuvieron los padres del joven Masato. Profundamente enamorado de su esposa, su padre vivió siempre el dolor de la pérdida repentina de una mujer que no logró saldar las cuentas con su pasado. Este conflicto pesa en el corazón del joven cocinero que debe viajar al hogar familiar de su madre para resolverlo. Solo así podrá seguir con su vida. La otra dirección en la que apunta la película remite a un problema que, como occidentales, a nosotros quizá nos afecte menos, como es la tensa relación histórica entre Japón y Singapur, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial. En este aspecto, la película se abre a dar fe notarial de las relaciones de mutua desconfianza que hay entre las poblaciones de ambos países. Un relato de racismo, de ese recelo que surge siempre entre los pueblos y la necesidad de una comprensión mutua y confraternidad que Masato y, por extensión, el propio Eric Khoo intenta resolver a través de la comida.
Cierto es que Una receta familiartransita muchas veces por largas llanuras argumentales en los que el libreto se deleita en explicarnos la elaboración de innumerables recetas hasta el punto de que, a veces, uno puede pensar que está más ante una especie de extraña guía culinaria que ante una ficción. Pero no es menos cierto que la construcción de la trama a través de esos pasajes confiere a la película una estructura ciertamente original. Poco a poco, Eric Khoo va desplegando todo un catálogo de emociones que, a medida que se vayan cohesionando, irán calando en el público. Hablamos de un cine sencillo, modesto en ambiciones, pero cautivador. Mucho de nuestro cine patrio podía dejarse de tanta pirotecnia estilística y atender de una vez a las emociones sencillas que, como en esta película, surgen de forma natural desde eso que llamamos, con sus fisuras y sus grandezas, naturaleza humana. Garantía de un buen rato de cine. GERARDO LEÓN