Una de las cosas que primero te llama la atención de un festival de cine de grandes dimensiones como el Festival Internacional de cine de Berlín, la conocida Berlinale, es la respuesta del público. Da gusto, oiga. Ver las salas de cine llenas a rebosar durante los diez días que duró el certamen le reconcilian a uno con el futuro de un arte que, contra los pronósticos más agoreros, al menos allí parecía que sigue colmando el interés del respetable. Hablo de todas las sesiones a las que asistió este cronista. Todas. Unas veces con un lleno completo, otras con algunos huecos, pocos; ya quisieran muchas salas comerciales de muchos de nuestros cines una asistencia parecida un fin de semana cualquiera en una sesión corriente. Ah, y a cualquier hora del día o de la noche. Imaginemos la escena. Un martes laborable, 22:45 de la noche, sala 3 de unos multicines. La película, rumana y en versión original. No quedan entradas y en la puerta de la sala hay una cola muy larga de gente esperando a que quede un hueco libre de última hora para poder asistir a la proyección. Así estaban las cosas. Y sin distinción, ya fueran las películas formalmente más convencionales, como en los experimentos más radicales o extravagantes. Cada película tuvo su público. Por no hablar del respeto del que hacía gala un espectador considerado con lo que veía en pantalla y exigente consigo mismo. Cuando uno va a un cine, va a ver una película y entiende que el de al lado está haciendo lo mismo, así que… ¡silencio, que empieza el espectáculo!
Arrancaba esta edición de la Berlinale con una alfombra roja plagada de grandes estrellas llegadas al festival para arropar al director estadounidense Wes Anderson, que traía hasta la capital alemana su última producción. Bill Murray, Tilda Swinton y Jeff Goldblum daban brillo, así, a una ceremonia que abría con un nuevo acercamiento de Anderson al cine de stop-motion. Con Isle of dogs, Anderson buscaba repetir el reconocimiento que ya obtuviera con Fantastic Mr.Fox, y si tomamos este certamen como medida de su futura proyección comercial, la apuesta ha salido exitosa, como dejaba más que claro y con contundencia el premio a la mejor dirección con el que se alzaría al cierre del certamen. Queda siempre por desvelar, para este cronista, qué distingue en ocasiones el premio a la mejor película del premio a una mejor dirección (¿no es mejor director el que “dirige” la mejor película?; o, dicho de otro modo, ¿no será la mejor película aquella que está mejor dirigida?), pero esta es harina de otro costal.
Junto a Anderson, cubrían el cupo de grandes estrellas mediáticas la presencia de dos directores de renombre como Steven Sorderberg y Gus Van Sant, ambos con cintas claramente menores dentro de sus respectivas filmografías. En su enésimo regreso a la gran pantalla (después de su enésimo anuncio de retirarse de esto de hacer películas) Sorderberg agarraba la cámara de un teléfono móvil para contarnos, en Unsane, las vicisitudes de una joven que, escapando de su pasado, empieza a trabajar en una clínica mental. Pronto el espacio de ese hospital se convertiría en una celda en una cinta que buscaba poner al espectador en la frontera entre la realidad y la ficción, la locura y la cordura, pero que se enredaba en los vericuetos de un guión que recurría a los recursos del género de terror y se despeñaba hacia una muy enrevesada salida. Igualmente aséptico se mostraba el realizador Gus van Sant con su largo Don’t worry, he won’t get far on foot (algo así como No se preocupe, no irá muy lejos andando) irónico título que nos acercaba a la complicada biografía del humorista gráfico norteamericano John Callahan, cuya vida de excesos con el alcohol acabaría por postrarle en una silla de ruedas para el resto de sus días tras un aparatoso accidente de tráfico. Van Sant cuenta este relato de redención con manos de buen artesano, demostrando que es un buen estratega (también es responsable del guión), pero alejándose mucho de sus apuestas más arriesgadas. Don´t worry… es un trabajo amable y simpático gracias, fundamentalmente, a la participación de un casting de actores que cubren con solvencia su papel (ahí está Joaquin Phoenix, Jack Black o el menos reconocible Jonah Hill, acompañados de tanto en tanto por una Rooney Mara que aparece muy poco en pantalla, pero que, cuando lo hace, devora cada encuadre), si bien más discursivo y moralista que en otras ocasiones, con algo menos de retranca. Una cinta que hará pasar un buen rato a los espectadores, pero que dejará poca huella en la memoria de sus seguidores más quisquillosos.
Pero, al margen de estos grandes nombres, el mayor interés de este certamen se centraría en las obras de esos otros directores menos conocidos y con los que iba a completarse el programa de su sección oficial. Y aquí íbamos a encontrarnos de todo, algunas piezas interesantes (o bien resueltas) y otras que dispararían la incredulidad de espectadores y la crítica asistente. Empezando por las segundas, uno acabaría por preguntarse qué criterios hacían merecedores a ciertos trabajos de estar en la competición principal, en muchos casos inferiores, en cuanto a la calidad de su producción y por su riesgo formal, al de otras películas que habían sido relegadas a otras secciones como Forum o Panorama, con menos repercusión mediática, pero con mayor interés cinéfilo. Hablamos de obras que presentaban alguna idea original en su arranque, pero que se perdían en el desarrollo. Este es el caso de Transit, del alemán Chistian Petzold. Transit mezcla pasado y presente para hacer una reflexión sobre el problema de la inmigración. Ahora bien, para hacernos partícipes de este conflicto como espectadores occidentales de nuestro tiempo, Petzold recurre a una pirueta argumental de lo más sugerente. Tras el alzamiento del Reich, las tropas del ejército nazi asaltan territorio francés, lo cual no sería una novedad si este suceso no se situase, no a mediados del siglo XX, como pensábamos hasta ahora, sino en nuestros días. En este contexto, un joven, Georg, trata de huir de Marsella en busca de una vida mejor en el lejano continente americano. Para ello tendrá que suplantar la identidad de un famoso escritor en cuya muerte se ve involucrado por accidente. Hasta aquí todo marcha bien. El problema del último trabajo del director de cintas como la muy celebrada Phoenix, se expone a la hora de desarrollar su discurso en un collage de personajes cuyas biografías insiste en relatarnos con detalle, enfangando finalmente el relato principal, que acaba por perderse y al que ayuda muy poco la inserción de una persistente voz en off excesivamente explicativa, que acabaría con toda intención de sutileza.
Más confusa y enrevesada si cabe se presentaba, ya desde el mismo título, la también producción alemana Mein bruder heibt Robert und iste in idiot (My brother name is Robert and is an idiot), de Philip Gröning. En un maratón de casi tres horas de duración, Gröning pretendía hacer una reflexión sobre la relación del sujeto moderno con la medida del tiempo al que nos somete el ritmo de nuestras sociedades. Dos hermanos, Robert y Elena, dejan pasar las horas en un solar junto a una estación de servicio al lado de una carretera perdida en un anónimo paisaje. Ella estudia filosofía para un examen con la impertinente colaboración de su hermano. Con estas credenciales, Gröning traza un largo camino entre la reflexión gratuita y el aquelarre de sexo y violencia con el que cierra su obra. Las pretensiones del director alemán son claras. Gröning ambiciona mezclar el tiempo al que hace referencia en su discurso con el tiempo de la narración, rompiendo las reglas de la ficción en un trabajo que parece (y solo parece) hacer caso omiso de las elipsis. Y, como decíamos antes, la idea no es del todo mala, pero no la sabe controlar. No negaremos que, a ratos, Mein bruder… ofrece chispazos de buen cine, pero el constante apelar a los mismos recursos dramáticos (las idas y venidas a la gasolinera, la relación de los hermanos con el empleado de este negocio) hace que la cinta caiga, después de la primera media hora, en una retórica elíptica, sin principio ni fin o meta en la que centrarse, provocando el desinterés de un espectador que, finalmente, caerá en el aburrimiento, agotado por el esfuerzo de intentar averiguar a dónde le quieren llevar.
El mismo interrogante asaltaría al público de una de las cintas mejor promocionadas de este certamen, la producción suizo-británica, Toppen av ingentin (The real estate), otra de esas películas que comenzaban con fuerza, pero que terminaban por deshincharse a medida que pasaban los minutos de proyección. Co-dirigida por Axel Petersén y Måns Månsson, Toppen av ingentin narra la historia de Nojet, una sexagenaria que hereda de su padre recién fallecido un edificio de viviendas en el centro de Estocolmo. Nojet tendrá que lidiar con los inquilinos, los sórdidos encargados del mantenimiento del inmueble y el misterioso dueño de una sala de fiestas que hay en el sótano si quiere preservar sus intereses económicos y materiales. Y hasta aquí todo va bien. Con estos elementos, Petersén y Månsson trazan un agudo relato que pretende ser una crítica a la difícil situación del inmundo mercado inmobiliario en las ciudades modernas. Para enhebrar su alegato cuentan, como mejor aliado, con una brillante Léonore Ekstrand en el papel de esta astuta y desinhibida mujer, junto a una fotografía y una puesta escena muy eficaces. Pero, por alguna incomprensible razón, el guión se les va de las manos en un último cuarto de una historia que, del más estricto y sucio realismo, se pasa al pastiche más bizarro y con el que ambos realizadores acaban dinamitando todo el trabajo realizado con anterioridad. Una secuencia final con una Nojet conduciendo una lancha motora al más puro estilo Rambo, acaba por expulsar de la pantalla a un espectador que no termina de entender en qué cruce de qué vía se equivocó de sentido.
En este contexto, aparecerían piezas como Utøya 22. Juli (Utøy, 22 de julio), del noruego Erik Poppe, una obra sin tanto despliegue efectista, pero infinitamente más compacta, contundente y eficaz. Utøya relata uno de los episodios más trágicos de la Historia reciente de Noruega: el asalto, un 22 de julio del año 2011, a manos de un criminal vinculado a organizaciones de extrema derecha, de un grupo de jóvenes que estaban en la isla que da nombre a la película disfrutando de unos días de acampada y que acabaría con la vida de 69 de ellos. Poppe pega su cámara a una de las víctimas del ataque, la joven de diecinueve años Kaja (personaje de ficción, trasunto de las víctimas reales) y la sigue por toda la isla en una angustiosa huida por salvar su vida y la de su hermana Emilie. Rodada en un solo plano secuencia de hora y media de duración, la cinta es un ejercicio ejemplar de contención y dominio de la puesta en escena y del tiempo dramático. Poppe juega con maestría con dos elementos esenciales. El primero de ellos es una dirección de actores que no da pie a poner ningún reparo. El trabajo que hace este grupo de actores jóvenes es, simplemente, impecable. El otro elemento en el que se apoya es el empleo del sonido, un recurso que permite al director manejar a su antojo las expectativas del espectador, jugando con la proximidad o el alejamiento de un asesino al que no vemos nunca, pero cuya amenazadora presencia se transmite a la platea en cada fotograma. Así, Erik Poppe compone un alegato crudo y despiadado contra los movimientos de ultraderecha de corte paramilitar que, de forma preocupante, parece que están encontrando su hueco en esta Europa nuestra tan civilizada. Difícil no entregarse a este ejercicio de perspicacia narrativa. ¿Es posible añadir más silencio al silencio absoluto? ¿Cómo suena una multitud cuando deja de respirar? Erik Poppe y su equipo consiguieron provocar este efecto en algún momento de la proyección de este hechizante trabajo.
No menos sugerente resultó asistir a la proyección de una de esas cintas menores que, quizá por no ser esperadas, provocó en el respetable una muy grata impresión. Hablamos de Dovlatov, del director ruso Alexey German Jr. Estamos en la ciudad de Leningrado, en el año 1971. Un joven escritor, Sergey Dovlatov, trata de ganarse la vida con insulsas colaboraciones para publicaciones oficiales en la Rusia de la aún coleante Union Soviética (faltan veinte años para su caída definitiva). Pero las ambiciones literarias del joven Dovlatov son muchas más altas. Para él, el arte que vale la pena pasa por una mirada realista y crítica de la realidad y, en concreto, de las condiciones de vida de las clases populares rusas, cosa que, como es lógico, choca con las pretensiones de un régimen que sólo entiende la cultura como exaltación de los valores oficiales. Fuera de eso, no hay nada. Dovlatov se enfrenta, así, a un sistema de tintes kafkianos sostenido por la complacencia y el silencio, en todos los niveles, de una sociedad sometida bajo el peso de la autoridad militar y política. Alexey German usa la trágica historia de Dovlatov para hacer un alegato inteligente, profundamente irónico y, en algunos pasajes, divertido (a pesar del drama que aborda), a favor de las dificultades de la libertad del arte frente a las imposiciones del poder, siempre y en cualquier condición, dispuesto a acallar las voces disonantes. Pero si por algo llama la atención este trabajo es por el profundo y muy serio retrato de esa sensación de impotencia que asiste a todo aquel que tiene la necesidad de decir algo que no le dejan decir. Y es aquí cuando la película conecta con el espectador actual, pues no es tanto aquello que se quiere expresar, como el hecho mismo de no poder hablar de lo que uno desea. Un sentimiento que va calando poco a poco, primero de forma ligera, luego más profunda, a medida que vamos adentrándonos en los acontecimientos que desarrolla este largometraje. Y aquí, y a sabiendas de que la película pueda estar abierta a múltiples interpretaciones, a uno le da por pensar si hemos avanzado algo. Dovlatov, la película, se alzaría finalmente con el premio al mejor diseño de producción y vestuario, un galardón menor (aunque no para los responsables de ambos departamentos de la película), pero que colocaba en el podio de los agraciados a un trabajo que merecía algún tipo de reconocimiento.
Y allí, en lo más alto del pedestal, brillaría, a gusto del jurado, la producción germano rumana Touch me not, de la debutante Adina Pintille. Un premio controvertido, como tantos otros, pero de acuerdo con lo visto por este comentarista, muy merecido. Sobre el rodaje de un supuesto documental, la propia directora (que aparece como tal en la película) nos cuenta los conflictos de Laura, una mujer madura enfrentada a su mayor temor: el simple contacto físico con sus semejantes. Esta situación entorpece sus relaciones personales y, en concreto, con el sexo, que trata de compensar gracias a esporádicos encuentros de alquiler con distintos personajes a los que paga para verles disfrutar de su propio placer sexual. Al mismo tiempo, Laura trabaja en un hospital donde hay un grupo de terapia para gente con distintos conflictos relacionados con la aceptación física de sus cuerpos. En la unión de los propios problemas de Laura con los dilemas a los que se enfrentan estos personajes, Adina Pintille va trazando una sugerente experiencia que nos coloca ante nuestros propios tabúes sobre el cuerpo humano y nuestros códigos de belleza. En un primer nivel, la película de Pintille funciona a modo de las performances de una Marina Abramovic, por ejemplo, en las que el espectador contrasta sus propias aversiones, su propia concepción de lo normal, y se enfrenta de manera descarnada a los límites de sus prejuicios y su tolerancia. También a la mirada del otro, esa mirada que, cuando la abordamos directamente, nos sirve de espejo de nosotros mismos. Los ojos del otro como camino de autoconocimiento. Pero en lo que destaca este opera prima es en las vías que abre en la relación entre realidad y la ficción. No es tanto que la realizadora rumana haya empleado la excusa del rodaje para realizar un falso documental, que no es el caso. Pintille coloca su cámara a cierta distancia de sus personajes, como si fuera un ojo-espía que, sin ellos saberlo, se cuela para registrar esos momentos en los que dan cuenta de sus más íntimas confesiones sobre sí mismos y los demás y, así, muestran sus vulnerabilidades, exponiendo a un espectador que, al mismo tiempo, se exhibe con ellos. Pintille crea, de esta forma, un camino de ida y vuelta entre la imagen proyectada y la platea de cine.
Y con este cierre nos despedíamos de una Berlinale que nos dejaba, decíamos al principio de esta crónica, la imagen de unas salas abarrotadas de espectadores, de colas de impacientes aficionados al cine que, por sí misma, ya daba por bien empleada nuestra presencia en una ciudad que, a pesar de estar inmersos en el invierno, se mostraba comprensiva con el visitante. Una semana más tarde, un nuevo temporal de aire polar haría caer las temperaturas hasta niveles menos amables. El año que viene… más. GERARDO LEÓN