QUÉ DECIR DE… 15:17 TREN A PARÍS

Título original: The 15:17 to Paris · Clint Eastwood · USA · 2018 · Guión: Dorothy Blyskal · Intérpretes: Anthony Sadler, Alek Skarlatos, Spencer Stone…

Con el cine de Clint Eastwood pasa igual que con otros tantos creadores consagrados. Cuando se percibe que acierta, todo el mundo se apunta a la celebración. Cuando se intuye que ha fallado, la mayoría de comentaristas se ven muy dispuestos a dar por sentado el supuesto batacazo. Pero, a mi modesto entender, resulta sorprendente la ligereza con la que se hacen ciertos análisis que, con más frecuencia de la que debería, olvidan que Eastwood es un cineasta más inteligente de lo que parece y que, incluso en sus obras menores, esconde algunas perlas que no podemos despreciar. ¿Es 15:17 tren a París una buena película? Bueno, pues depende. ¿Está bien construida? Sí. ¿Consigue lo que busca? Con creces. Cierto es que, en su desarrollo, existen algunos espacios muertos, como veremos. Cierto es, también, que una parte del mensaje que encierra nos puede resultar indiferente. Ahora bien, como decíamos, eso no implica que no contenga algunas cosas de nuestro interés.

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La clave de nuestra tesis podemos encontrarla en una de las secuencias en apariencia menos relevantes de la película. Spencer Stone, uno de los protagonistas de este relato, se encuentra en medio de una clase en una base militar donde se prepara para entrar en el ejército, cuando una alarma anuncia la inminencia de un ataque. No es un simulacro, es un asalto real. Siguiendo el protocolo, todos los alumnos, junto a la profesora que imparte la clase, se ocultan bajo los pupitres a la espera de lo que vaya a suceder. Pero Stone no parece muy conforme con ese papel pasivo en la acción. Si la base está siendo atacada, él quiere hacer algo. Así que, ni corto ni perezoso, sale de su escondite y, en contra de las órdenes, se coloca junto a la puerta del aula con un bolígrafo en la mano como única defensa dispuesto a enfrentarse a los agresores. Pasados unos tensos segundos de espera, se apagan las sirenas. Ha sido una falsa alarma, anuncia uno de los militares de la base. Más relajados, todos los alumnos vuelven a sus pupitres y evalúan la situación. Pero, aunque Stone se siente satisfecho de su acto, no va a recibir los halagos que esperaba. Con cierto sarcasmo, la profesora pregunta a la clase: ¿quién cree que Stone ha hecho el gilipollas? La mayoría levanta la mano.

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Anthony Sadler, Alek Skarlatos y Spencer Stone son tres amigos de la infancia que van a vivir una experiencia extraordinaria: de camino desde Ámsterdam a París durante unas vacaciones por Europa, un terrorista islamista asalta el tren en el que viajan con la intención de cometer un atentado. En un arrebato de coraje, Stone, Skarlatos y Sadler se lanzan contra el terrorista dispuestos a detenerlo. Y ahí se queda la cosa. A partir de ese momento, la cinta hace un viaje hacia el pasado y nos cuenta la vida de estos hombres, desde su infancia hasta ese instante crucial en sus vidas en el que se convertirán en héroes.

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¿Qué me ha interesado menos de esta 15:17 tren a París? Pues, en primer lugar, la temática. Eastwood nos lleva de la mano para introducirnos en la vida de estos tres héroes para que conozcamos sus inquietudes, su desarrollo personal y todo aquello que, entendemos, animaron la decisión de intervenir en aquella situación tan complicada. Y es, en este terreno, donde uno se puede sentir más distante con la película y sus tres personajes principales (interpretados por los verdaderos hombres que vivieron los sucesos que narra). No es tanto que Eastwood haya retratado mal sus vidas, como el hecho de que aquello que los motiva nos pueda resultar ajeno o, simplemente, no nos incumba. Su enfático patriotismo, su pasión infantil por las armas, su anodina vida escolar, ese empeño por entrar en el ejército (como si no hubiera otra forma de “servir” a su país), su devoción por la cultura del esfuerzo y el sacrificio, su rutinaria vida familiar, sus gustos y aficiones (beber cerveza, ver el futbol tirados en un sillón) nos muestran a tres hombres corrientes en situaciones cotidianas sin gran interés dramático. Esta persistencia por mostrarnos esa cotidianidad de manera muy realista hace que, además, a pesar de su ajustado metraje (apenas hora y media de duración), haya momentos en que el ritmo de la película se resienta, como sucede, por ejemplo, en ese largo viaje por Europa del que nos ofrecen muchos detalles, quizá innecesarios, y que culminará con la secuencia del tren. Y así, al borde de los títulos de crédito, el discurso final en honor a los héroes de aquel acto de valentía pronunciado por el auténtico expresidente François Hollande, y las oraciones del soldado Stone en las que hace referencia a su misión de colmar de amor este mundo y que da sentido a su vida, nos pueden parecer cursis, un cierre que no viene sino a remarcar ese homenaje algo relamido, según en qué pasajes, que Eastwood hace a sus protagonistas.

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Todo lo descrito anteriormente podría distanciarnos de esta película, pero, como decíamos al principio, aquí hay algo más. Porque lo que Eastwood ha hecho en su última producción no es sino su enésima puesta al día de ese héroe (aunque sean tres, en el fondo el centro de todo es Stone) que tanto pueblan otras películas de su ya larga filmografía. El héroe tradicional de Eastwood es un hombre independiente que, frente a la adversidad, decide tomar el toro por los cuernos saltándose las reglas que impone la sociedad y una burocracia, la del ejército en este caso, la de la prudencia y el “sentido común”, para resolver los problemas que le amenazan a él o a aquellos que le rodean. En otro mundo, con otra estética, con otro tono, y en estos términos que comento, ¿acaso no tienen mucho en común el joven soldado Stone con otros nombres de la ficción como Walt Kowalski (Gran Torino), Butch Haynes (Un mundo perfecto) o Bill Munny (Sin perdón), por poner algunos ejemplos? Es solo que el héroe de 15:17 tren a París ha perdido aquella aura épica que iluminaba a muchos de estos personajes. Este héroe, Stone (también sus dos compañeros) es un hombre sencillo. De hecho, como decíamos más arriba, no parece muy inteligente. No le va bien en el colegio, no consigue pasar las pruebas que lo faculten para entrar como soldado en el ejército y, junto a sus compañeros, da muestras de un carácter algo simplón. Es, decíamos arriba, uno poco gilipollas. Incluso su acto de heroísmo se puede entender como una imprudencia que solo la suerte ha consentido que salga bien (no daremos pistas al respecto). Pero la suerte también es un elemento a tener en cuenta en la vida. Y es que, a veces, lo impensable puede ocurrir. Ahora bien, para que suceda, hace falta un Stone que dé el primer paso. Y ahí es cuando todo lo expuesto en la película cobra sentido y vemos la verdadera estrategia del director, pues esto que ha sucedido no es algo que se haya inventado Eastwood, es que ocurrió de verdad. Ese día, aquel acto loco y osado, imprudente de Stone y sus amigos de enfrentarse al terrorista, salvó muchas vidas. ¿Y ahora?

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Como sucedía en El francotirador, Eastwood coge al público y lo pone ante una encrucijada (a algunos, otros no tendrán este conflicto). Sería bastante fácil clasificar a estos tres personajes en una etiqueta perfectamente reconocible. Si nos sentáramos en la barra de un bar a charlar con ellos, pronto descubriríamos que no tenemos mucho que decirnos o, haciendo el ejercicio de iniciar una conversación, probablemente chocaríamos ante el muro de una suerte de postulados (los que pronuncian a lo largo de la película, producto, entre otras cosas, de su educación religiosa) contra los cuales sería difícil hacer participar otra clase de argumentos. No hay nada más en sus vidas que sea reseñable. Stone, Skarlatos y Sadler son, además, y según el punto de vista desde el que los veamos, unos fracasados en casi cualquier terreno en el que hayan intentado volcar sus esfuerzos. Stone no logra entrar en un ejército que cuestiona sus aptitudes intelectuales, Skarlatos es un soldado francamente torpe (memorable la escena de Afganistán), y de Sadler sabemos o intuimos que jamás sobresaldrá en un empleo para el que se requiera ninguna cualificación destacable porque, simplemente, no atesora ninguna (ni tiene formación ni parece tener muchas aptitudes). ¿Qué interés tienen, entonces? En apariencia, ninguno. Entonces, ¿qué ha pretendido Eastwood? Pues lo que ha querido es que les conozcamos íntimamente, sacarlos del anonimato del mero relato de los sucesos en una página del periódico y presentarlos como a un familiar próximo con el que podemos tener poco en común, pero al que no vemos como un extraño, sino a alguien con el que convivimos, y es por eso que el grueso de la película se ha centrado en describirnos sus vidas. Eastwood rompe la barrera que nos distancia (sentimental, políticamente, incluso) y nos obliga a colocarnos al lado de estos hombres con los que, en ninguna otra circunstancia, tendríamos mucho que ver, para forzarnos a caminar con ellos e invitarnos a comprender que, con sus muchas miserias, son gente corriente. Al final, aunque nos hayan hecho pasar algunos ratos de sonrojo, no parecen malos tipos. Nos dice Eastwood: son parte de la sociedad, esta gente… también cuenta. ¿Tiene razón Eastwood? Pues esto dependerá de cómo se sitúe cada uno frente a la pregunta. Pero lo que no cabe duda es que es esto lo que ha pretendido y lo ha hecho de forma impecable. No tener en cuenta estos matices, sería una negligencia.

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Unas últimas líneas para dedicar a la brillante escena final, la del asalto al tren, con la que Eastwood cierra este largometraje. Una muestra de que, quien quiera defenestrarle como director, está muy equivocado. No es sólo la maestría con la que maneja los tiempos de eso que podríamos definir como tensión dramática, es que ha conseguido una secuencia de una fuerte emoción física. Eastwood trocea la secuencia en múltiples planos como haría el mejor Hitchcock, imponiendo un ritmo arrollador que nos atrapa en cada fotograma. Pero donde realmente consigue involucrarnos es en el tratamiento de esos cuerpos que luchan por la mera supervivencia. Y ahí sentimos en nuestras propias carnes cada golpe, cada herida, cada magulladura, la difícil confrontación de unos cuerpos que se confrontan a la desesperada, sin trucos, hasta el último aliento. No hay matices en esta situación. Se trata, en este caso, de morir o seguir vivos. Puro cine. GERARDO LEÓN

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