Título original: Tenet · Christopher Nolan · UK · 2020 · Guion: Christopher Nolan · Intérpretes: John David Washington, Robert Pattinson, Elizabeth Debicki, Kenneth Branagh…
Ante el gran espectáculo que pretende ser la última producción del director británico Christopher Nolan, el comentarista se encuentra frente a un cruce de caminos. Cada uno de esos caminos señalan hacia diferentes líneas argumentales que, con toda seguridad, acabarán en el mismo punto. ¿En qué sentido merece nuestra atención tal o cuál película? ¿Qué aspectos de su desarrollo hace notable un trabajo cinematográfico?, nos preguntamos. En ese análisis, intervienen muchos elementos que debemos considerar: propuesta argumental, puesta en escena, desarrollo dramático, el valor y enfoque de aquello sobre lo que la película quiere que reflexionemos, etc. Sin embargo, hay algo que suele pasar desapercibido y que es uno de los aspectos más importantes a la hora, no solo de valorar una película, como decimos, sino, mucho antes, desde el mismo momento en el que ésta empieza a ser concebida en la cabeza de sus creadores. Este aspecto se refiere a la relación entre la pieza artística en sí y el potencial espectador. Es decir, ¿a quién se dirige el director con su trabajo? La respuesta a esta pregunta podría parecer, en principio, obvia. Ya lo hemos dicho: al público. Pero lo verdaderamente relevante sería preguntarnos, ¿cómo lo hace? ¿En qué lugar nos coloca el autor, como participantes necesarios, ante la obra?
A este respecto, el primer escollo al que nos enfrentamos con Tenet se encuentra en el mismo planteamiento de la trama. Aquí, y aun en el caso de querer evitar hacer spoilers, nos encontramos con un verdadero problema, pues, en realidad, no sabemos de qué va todo esto prácticamente hasta que termina la película. Nolan trata de escabullirse de la clásica estructura que le fuerza a establecer las premisas de la historia al principio, de forma que, a lo largo de su evolución posterior, se vayan resolviendo los conflictos o dilemas planteados allí. Habrá seguro a quien esto le parezca una propuesta original y hasta arriesgada. Y, en parte, lo es. Otros, como es mi caso, quizá lo consideren un error estratégico (que no fallo, pues es deliberado) o de andamiaje. Nolan rehúye la clásica relación causa-efecto que condiciona los hechos que forman la estructura del relato. Esto, más que una simple ocurrencia, apela a la misma tesis que sostiene la cinta y que nos invita a cuestionarnos la realidad (o las historias, más bien) de una manera lineal y en constante progreso hacia adelante (principio-desarrollo del conflicto-conclusión). El tiempo en manos de Nolan es un elemento maleable. No hay principio ni final, solo hechos que pasan en algún momento. ¿Antes? ¿Después? No importa. Vale, la idea es, sin duda, muy atractiva. Sin embargo, esto coloca al espectador ante un dilema muy difícil de resolver. Y es que, oculta al espectador esa información (básicamente, de qué va esto, es decir, cuál es el problema que hay que resolver), este se encuentra desorientado la mayor parte del tiempo. Ni sabe dónde está ni intuye hacía dónde parece que debe dirigirse. Para entendernos. No es que el espectador se encuentre perdido por no ser capaz de comprender lo que pasa. Es, simplemente, que no se lo han explicado, no le han dado ninguna pista real sobre ello (apenas unos simulacros de justificaciones; nota: esto solo lo comprenderán quienes haya visto ya la película), y claro, acaba enredado en un laberinto del que no es que no pueda salir, es que su única escapatoria reside en que venga alguien, otro, el director, y lo rescate.
De esta forma, ese espectador no puede por memos que adoptar, a la fuerza, una actitud pasiva frente al supuesto drama que Nolan le está contando. Hasta ese momento en el que alguien le muestre qué es lo que ocurre, y dejando de lado algunas secuencias de acción cuya única implicación emocional reside en dilucidar si los protagonistas saldrán vivos del envite (básicamente nos referimos a unas cuantas peleas, por resumir y para entendernos), al espectador no le queda otra que esperar. Así, ese espectador no descubre nada, nada le es revelado (manifestado), no hay nada que quede expuesto como consecuencia de unos hechos, particularmente, porque los personajes de esta historia no descubren nada por sí mismos (y con ellos, el público de la sala). De alguna forma, la información sobre lo que sucede está ahí, en algún punto del desarrollo del relato y habrá que esperar a llegar a ese momento para “saber”. Una vez sabemos o tenemos conocimiento de cualquier nueva información (quién es tal o cual personaje, por ejemplo, para qué sirve tal o cual cosa), seguimos esperando a que nos den otra a fin a de completar, al final, decíamos, el supuesto puzle. Esto, aunque no lo parezca, fuerza a Nolan a sostener el artilugio que ha construido sobre un único elemento: los diálogos. Presentada como un gran espectáculo visual, Tenet es una película que nos es contada de viva voz, lo cual la convierte en una experiencia por momentos tediosa. Si no sé, si desconozco con qué elementos, con qué reglas estoy jugando no puedo participar en el juego. Si no puedo participar, ¿para qué me han invitado?, nos preguntamos pegados a la butaca. Añadamos a eso dos horas y media de metraje.
Pero es que, además, cuando llegan las explicaciones, éstas son tan obtusas o enrevesadas que es muy difícil, si no imposible, seguirlas. Trato de poner en orden lo que creo haber entendido y me doy cuenta de que tengo bastantes huecos por rellenar. Tenet nos pone, en principio, ante la siguiente situación: la posibilidad de convivir con una realidad que “camina” en sentido inverso a la realidad misma. Esto, ¿en qué se traduce? Imaginemos que tiramos un objeto al suelo. Pues bien, además de tener esta experiencia, podemos tener también la contraria, es decir, que el objeto en cuestión “regrese” a nuestra mano desde el suelo al que lo precipitamos previamente (¿cuándo?, es algo que no acabé de entender). Para visualizarlo, imaginemos que pudiéramos reproducir la realidad como si pulsáramos el botón de rebobinado de una película. Hasta aquí todo bien (bueno, más o menos). El problema es que para, supuestamente, comprender el conflicto al que los personajes antagonistas empujan al mundo, debemos comprender también los fundamentos de este curioso fenómeno y sus supuestas implicaciones en el caso de emplearlo como arma o herramienta para conseguir cosas y lograr ciertos objetivos (obtener las piezas de un arma secreta, por ejemplo). Pero es que, además, esa realidad “inversa” (¿es posible poner el mundo al revés sin precipitarlo hacia la nada?; para volver a un principio, ¿no es necesario un final?) se nos dice que, internamente, es decir, cuando nos sumergimos en ella desde nuestra propia realidad, tiene unas reglas muy particulares. Todo ello debe ser, asimismo, explicado para, cuando se produzcan ciertas situaciones, claves para el desarrollo del argumento, sepamos a qué obstáculos o peligros se enfrentan los protagonistas de la historia.
Y aquí creo que Nolan cae en una trampa en la que se precipitan muchas de las ficciones contemporáneas (¿hay alguien que, con el corazón en la mano, haya sido capaz de seguir realmente la serie Juego de tronos?). Y es que el cine es un arte cinético, es decir, que sucede en el tiempo y, en principio, en continuidad. A diferencia de la literatura o la pintura, la experiencia del cine no puede detenerse para apercibir el desarrollo de un argumento que no esté perfectamente trazado para el espectador que contempla la película. Eso impone limitaciones. Vamos a suponer que las explicaciones paracientíficas que dan consistencia a lo que cuentan en Tenet tienen algún fundamento. Se dan, así, dos situaciones: o bien son tan complejas que el espectador normal no las puede seguir pues abordan materias que se escapan a su conocimiento, o bien están expuestas de una forma tan confusa y con tanta profusión de datos que no entendemos nada por mucho empeño que pongamos en ello. Resultado de todo esto, superados los primeros intentos, es que cedemos a la apatía y lo dejamos pasar. Esto no hace sino redundar en esa posición pasiva a la que Nolan nos empuja como espectadores. Si, además de escamotearnos la información, además de asistir a su transmisión de forma poco participativa, se nos presenta prácticamente indescifrable, ¿cómo seguimos el argumento? Lo que queda, a estas alturas, son una serie de hechos o datos puntuales que sostienen el esqueleto de lo que tenemos aquí: un malo que quiere destruir el mundo y un bueno que quiere impedirlo. Punto.
Todo ello, no solo condiciona la trama de la película, también afecta a la puesta en escena y, sobre todo, al montaje. Vaya por delante que, a pesar de lo expuesto hasta aquí, ese conflicto entre realidades no forma parte del grueso de la cinta, lo que ya produce una cierta decepción. Más bien al contrario, de lo que se trata es de que el protagonista vaya conociendo a los diferentes personajes que participan en la historia, reservando para el tramo final el nudo del problema. En realidad, si nos atenemos a lo más elemental, nos encontramos ante una película que no difiere demasiado de cualquier otra producción de acción al uso. Durante la mayor parte de la cinta, el protagonista va de aquí para allá tratando de encontrarse con alguien que le dará la información deseada o salvando algún obstáculo sin mayores consecuencias sobre el asunto central de la historia. Así, hay asaltos a rascacielos supuestamente inaccesibles, persecuciones de coches y muchas peleas que, como única particularidad, solo tienen el hecho de enfrentarse a personajes o situaciones que suceden al revés, pero cuya incidencia es mínima (sigo sin entender la escena del aeropuerto, culpa mía seguro, pido perdón). Es decir, lo mismo de siempre, pero aparentando ser diferente. Pero es que, además, como sucede con las explicaciones que nos han dado, el ritmo de todo ello es tan frenético que, aparte de dejarnos llevar por la espectacularidad de ciertas acciones, al espectador le es imposible saber si todo ello responde a la lógica de lo planteado o es un puro zarandeo de un segundo a otro sin más coherencia interna. Lo cual nos lleva de nuevo a la misma pregunta: ¿qué está pasando? Para comprenderlo, prácticamente tendríamos que detener la cinta en cada plano e ir trazando, poco a poco, el mapa de direcciones y sentido que, se supone, ofrecen dichos momentos.
A Christopher Nolan le ocurre lo que a ciertos directores que en la industria anglosajona mantienen con su cine una cierta marca de autor, y es que lo que en un principio resultó original (léase Memento), a base de darle vueltas acaba derivando en un espacio vacío. Para ocultarlo, hay que darle al artilugio un envoltorio de aparente complejidad, amén de revestirlo de una creciente espectacularidad y originalidad en el planteamiento de algunas secuencias fetiche. Pero es que si en Origen, aun siendo una película igualmente enrevesada, cabía un espacio para la fascinación (recuerdo la escena en la que los personajes van superando capas de realidad), aquí las ideas que se barajan no logran causar ese efecto. Resumiendo. Christopher Nolan nos propone un juego. Sobre el tablero, coloca dos realidades que caminan en direcciones opuestas y trata de hacerlas convivir para plantear a qué paradojas nos conducen. Pero ni seguimos la lógica de todo ello ni el aparato nos lleva, en mi opinión, a ningún sitio. Solo comprendemos que la realidad, según Nolan, es un espejismo que, una vez roto como idea en sí, nos abre a diversas percepciones de la misma. Romper esa percepción convencional parece el objetivo de este trabajo. Esa es la aparente propuesta meta-dramática de esta película (no por casualidad el protagonista de esta historia se llama, precisamente, “El protagonista”). El problema es que eso no es algo que descubramos nosotros, hay alguien que nos lo tiene que decir, pues, tal y como está construido este trabajo, Nolan es el único que puede (o dispone de la energía y el interés suficiente para) seguirlo. Así, al salir de la sala a uno le queda la duda por saber qué quería Nolan de nosotros. GERARDO LEÓN