Título original: Petite fille · Sébastien Lifshitz · Francia · 2020 · Guión: Sébastien Lifshitz · Documental.
Título original: Seules les bêtes · Dominik Moll · Francia · 2019 · Guión: Gilles Marchand, Dominik Moll · Intérpretes Denis Menochet, Valeria Bruni Tedeschi, Laure Calamy…
El cine documental ha sufrido en las últimas décadas una profunda evolución. En la búsqueda de nuevas formas narrativas, el género de no-ficción, especialmente aquel que lleva sello de autoría, ha tratado de acercarse a las cuestiones que trata desde una perspectiva menos intrusiva, desplazando al narrador omnisciente que dirigía el discurso para hacer que éste surja desde la misma realidad. Esto ha hecho que el documental se haya ido desprendiendo de recursos tradicionales, como la voz en off o el clásico plano de busto de los entrevistados que presentaban a cámara sus opiniones, ilustradas después con imágenes que servían de refuerzo de lo contado. La palabra quedaba, así, desplazada en favor de la imagen, de la acción. Son los hechos los que cuentan, los que hablan, no el director de la película. Sin embargo, esta tendencia presenta, con frecuencia, algunas limitaciones a la hora de articular ciertas reflexiones, amén del hecho de que estas estrategias no siempre consiguen evitar que esa mano rectora que organiza las imágenes acabe por encontrar nuevas vías para tutelar la mirada del espectador que observa.
Una niña, último trabajo del francés Sébastien Lifshitz, cuenta la historia de Sasha, una niña de siete años que siente que ha nacido en un cuerpo masculino que no le corresponde. La vida de Sasha transcurre con aparente normalidad en un ambiente familiar de afecto, libertad y protección. Pero cuando sale de este círculo de seguridad, las cosas se complican. Sasha quiere vivir de acuerdo a cómo se percibe, hecho que choca con la aparente incomprensión de sus profesores del colegio que, según nos cuentan, se niegan a tratarla como a una niña cualquiera. Esta situación animará a sus padres a emprender una lucha para que a Sasha le reconozcan su derecho a ser quien realmente es.
Si algo hay que reconocerle a Sébastien Lifshitz es la capacidad que tiene para introducir su cámara en espacios de una gran intimidad. Así, veremos a Sasha compartiendo con su familia una serie de situaciones cotidianas. Desde la mañana hasta la noche, Lifshitz sigue el día a día de una familia cuya convivencia parece atravesada y, en muchos aspectos, condicionada por el sufrimiento que le provoca a Sasha no poder llevar la vida que desea. Lifshitz sabe que está tratando un tema delicado y así lo aborda, con delicadeza y respeto. Para ello, coloca la cámara a cierta distancia de su sujeto de estudio, tratando de no entrometerse, ocultando su presencia a ojos del espectador. Con esta idea, acompañamos a Sasha en sus juegos diarios con sus hermanos, en sus clases de danza o en la intimidad del cuarto de baño, espacio óptimo para las confidencias que comparte con su madre.
Esta relación entre madre e hija proporciona a Sébastien Lifshitz los dos elementos que sostienen su relato. Resulta difícil no enamorarse de Sasha y empatizar con ella. Sus suaves facciones, su frágil constitución física, los complejos problemas que afronta una niña que debe enfrentarse al mundo de los mayores y a una serie de situaciones que no concuerdan con el lógico desconcierto al que la avoca su natural inocencia infantil, la búsqueda de explicaciones ante algo que ella vive con normalidad, todo ello no puede más que conmovernos. No hay nada más doloroso que enfrentarse al llanto de un niño que no comprende, a su impotencia ante un mundo que le agrede sin saber qué ha hecho para merecerlo. Lifshitz aborda estas cuestiones con un escrúpulo extremo, sin eludir nada, pero escapando de esa mirada morbosa propia de los programas de la televisión más amarillista. Al lado de Sasha, una madre que le sirve de guía y le permite articular los argumentos que dan cuenta del problema.
Dicho esto, creo que conviene señalar algunas cuestiones relevantes que proyectan ciertas reservas sobre este trabajo. La primera de ellas sería la ausencia de la otra parte implicada en el conflicto. En ningún momento aparece en pantalla ningún representante del colegio de Sasha para confrontar su versión de los hechos. Cierto es que, como espectadores, desconocemos las entretelas de esta batalla que la familia de Sasha está librando para conseguir algo tan sencillo como permitir que la dejen vestir como una niña, que se dirijan a ella como tal o asuman el trato correspondiente al sexo con el que ella se siente identificada. Pero no es menos cierto que, tras describirnos su vida en familia, la cinta no logra construir el arco dramático que exponga esos puntos clave, más allá de lo expuesto por la propia progenitora. De hecho, sucede que, una vez conseguido el informe correspondiente que certifica que Sasha tiene disforia de género, los padres logran lo que buscan sin mayor problema, lo cual deja ciertas dudas sobre aquello que nos ha traído hasta aquí o, como poco, pierde cierto peso dramático.
El otro elemento distorsionador es, precisamente, la excesiva presencia de la madre de Sasha en el relato. Podríamos decir que, siendo Sasha tan pequeña, era necesaria la presencia de un adulto que sirviera, como hemos dicho, de narrador consciente de la historia. Pero en el caso de la madre de la niña esta presencia es tan absorbente y llega a capitalizar de tal forma la narración que, por momentos, nos planteamos si es ella la verdadera protagonista de la película. Tanto es así que, en algunos pasajes, acaba por eclipsar a la propia Sasha, llegando a corregirla cuando las intervenciones de la niña no concuerdan con la exposición que hace la madre de algunos sucesos. En una de las secuencias, la madre de Sasha llegará a reconocer que la lucha de su hija se ha convertido en su propia misión en la vida, dato revelador y que dejaremos a consideración de los espectadores. Apoyando todo ello, una música que en ocasiones subraya en exceso los sentimientos. Tanto la madre de Sasha como el empleo de ese fondo musical, unido a esa falta de puntos de vista dispares, acaban por sustituir a la tradicional voz omnisciente del narrador clásico, dirigiendo el discurso. En Una niña hay un único punto de vista.
Planteadas estas cuestiones, Una niña se presenta como un relato bien estructurado, sensible en su aproximación formal a una cuestión, la de la aceptación de la condición trans en la infancia, difícil de abordar sin caer en dramatismos gratuitos. Pero el retrato que Sébastien Lifshitz ha articulado resulta demasiado claro y directo, sin fisuras. Desplazada a un segundo plano, nos preguntamos cómo se siente Shasa realmente. ¿Qué problemas sufrirá en el futuro? ¿Recibirá el trato despectivo que intuyen sus padres o todo es una proyección de los propios temores de éstos sobre su hija? En un momento de la narración, Sasha visita junto a su madre a una médica que, al fin, parece comprender su problema. Por lo que se dice, Sasha mantiene con ella sesiones individuales en las que no se cuenta con la presencia de su madre. Estas sesiones no aparecen en pantalla. En Una niña, todo está demasiado claro, demasiado limpio, todo concuerda conforme a una idea preestablecida. Una niña es un relato que es necesario ver para comprender o, al menos, aproximarnos a un conflicto que a muchos nos puede resultar ajeno. Pero no creo que responda a todos los interrogantes que nos deja y que, en medio de la batalla de ideas que hoy se da en la sociedad y los medios de comunicación, habría valido la pena abordar en mayor profundidad. Una niña es una película que corresponde a un cine militante. Un cine que expone, pero que no despeja sombras. Cien que certifica, pero no resuelve.
Un joven africano carga a hombros una cabra que lleva como ofrenda a una especie de curandero o chamán para que éste cambie su suerte y, así, ganar mucho dinero y salir de la pobreza a la que parece condenado. Al mismo tiempo, en Francia, una mujer visita a un granjero que es su amante. Este mismo granjero descubre, abandonado en la nieve, dentro de su propiedad, el cuerpo de una mujer asesinada. El marido de la amante del granjero tiene una relación sentimental con otra mujer por internet, mientras, en un lujoso restaurante de Paris, otras dos mujeres se lanzan a una fugaz relación amorosa. Una de estas mujeres aparecerá asesinada en la propiedad del granjero, abandonada en la nieve. ¿Qué tienen todos estos personajes en común?
Este es el argumento de Solo las bestias, último trabajo del francés Dominik Moll, un ejercicio formal de alto nivel en el que se mezclan el drama social con el thriller policial y psicológico, todo ello auspiciado por un guion que funciona como una pieza de orfebrería fina. El texto de el Gilles Marchand y el propio Moll, basándose en la novela original de Colin Niel, se desarrolla con la clásica estructura por capítulos. Cada una de estas secciones estará protagonizada por uno de los personajes ya mencionados, y en ellas se abordarán los mismos hechos, planteados según el punto de vista o las vivencias que afectan a cada cual. Cada parte añade, así, un nuevo elemento, una nueva información a lo contado previamente hasta lograr unir todas las piezas y que se resuelva, al fin, el enigma. ¿Quién es la mujer asesinada? ¿Cómo ha llegado hasta allí?
Solo las bestias puede acercarnos, en cierto sentido, a Babel, la celebrada película de Alejandro González Iñárritu. Comparte con esta cinta semejanzas estructurales, así como algunas ideas base. La película de Moll trata de conectar a distintas personas del mundo para transmitir la idea de que nuestro destino en este nuevo orden hiper-conectado por las redes digitales, los canales de transporte y comunicación en el que vivimos depende de una línea que cubre ya a todo el planeta. Poco importa que vivas en un pequeño pueblo de la Francia rural, en una urbe cosmopolita como París o en un pueblo del África más depauperada. Nuestros actos tienen consecuencias difíciles de prever.
Pero, a diferencia de Iñárritu, cuyos personajes respondían con frecuencia a una idea prestablecida de aquello que implicaba la, por entonces, nueva globalización, Dominik Moll parte de lo pequeño, de lo cotidiano, para apuntar poco a poco hacia arriba. Esto permite poner su aparato estético y formal a un nivel mucho más cercano y comprensible para el espectador. Sus personajes son individuos de carne y hueso, no abstracciones. Mientras en la cinta del mejicano sus criaturas eran víctimas de una situación que estaba por encima de ellos y los sobrepasaba, en el caso del director francés son las propias carencias de los personajes los que provocarán las dramáticas consecuencias que vamos a presenciar. Todos tienen un secreto que ocultan a quienes les rodean y, entre secreto y secreto, se engañan a sí mismos. Esto los hace vulnerables, víctimas de unas fuerzas de las que no son conscientes y que no podrán eludir. La mujer que es amante del granjero engaña a su marido, éste la engaña con una mujer virtual, el joven africano engaña, igualmente, al marido, la mujer asesinada oculta a su amante sus verdaderas intenciones, y ésta se deja engañar proyectando un amor que sabe, pero no acepta, nunca fue correspondido.
Al margen de la dimensión del drama, otra de las diferencias que separan a Solo las bestias de Babel, se encuentra en su profundo sentido del humor. Lo que en la cinta de Iñárritu era, por momentos, mecánica trascendencia, aquí es sana y liberadora ironía cotidiana. De África a Francia, los personajes de Dominik Moll están perdidos en sí mismos. Unos porque lo tienen todo y no saben qué hacer con ello o no les resulta suficiente, otros porque no tienen nada y creen que poseerlo todo será la vía de escape de sus problemas. Lo que queda, sin embargo, después de tantas idas y venidas, son unos sujetos que no saben dónde están ni hacia donde se dirigen. Incluso, aquellos que logran lo que desean descubrirán que lo que queda al otro lado es un enorme vacío. El humor que destila la película de Dominik Moll tapa por momentos la gravedad de las conclusiones a las que nos dirige, pero el sentimiento se queda pegado a nuestra piel. Cine pequeño, por su tamaño en cuanto a la producción se refiere, pero que apunta muy lejos. GERARDO LEÓN