Lo que está a punto de ver no es teatro, es la necrofilia cultural de unos cuantos obstinados. Una obra que nunca llegó a estrenarse —ni falta que hacía—, ahora reciclada como espectáculo terminal para un público tan ingenuo como cómplice. Bienvenidos al velorio cutre del absurdo: un entierro con flores, con música y con la pompa de nuestra desvergüenza. Aquí no hay estreno, hay despojos. Una carcasa de lo que pudo ser y jamás será. Una liturgia sin fe, un ritual para convencernos de que seguimos vivos mientras todo se desmorona. El teatro no ha muerto: lo estamos embalsamando en directo, entre risas nerviosas y olor a formol barato.
Lo ausente manda, lo que falta es lo único verdadero. La obra se presenta como un fracaso convertido en dogma: el lujo de no tener nada que ofrecer. Grandeza de saldo, mística de la imposibilidad. No nos merecemos soñar es la constatación de que la cultura, en este país, no se estrena: se entierra. Y ustedes, sentados aquí, son parte del cortejo fúnebre. ¡Hijos de puta! ¡Pijos de Utah!. Gracias por pagar la entrada a su propio réquiem.
